miércoles, 21 de marzo de 2012

Un cambio inesperado


Autora: María Gutiérrez

Ciudad exótica y pintoresca donde las haya, equipada de una gran carga histórica, esa es Granada. Qué gusto poder dar un paseo a los pies de la Alhambra, desde la Carrera del Darro hasta el Paseo del Padre Manjón, conocido más por todos como el de los Tristes o el del Alivio y este último tenía su porqué. Hasta hace muy poco el recorrido de esta ruta era bastante dificultoso ya que había que estar todo el trayecto dándole paso a todo tipo de vehículos que circulaban por la calzada pero los granadinos estábamos tan acostumbrados, que nos lo tomábamos como un juego, era como un pilla-pilla entre unos y otros.

De la noche a la mañana las cosas han cambiado, los vecinos de la zona no hablan de otra cosa. El barrio entero se siente engañado, les hicieron creer que las obras de la Carrera del Darro eran para arreglar el deterioro de la calzada, pero no ha sido así y los que tienen el poder han aprovechado para convertirla solo en peatonal. Nos han estafado. ¿Cómo no han pensado en nosotros, la mayoría tenemos ya una edad avanzada, llevamos aquí toda una vida, no se imaginan su existencia sin él, tantos años pendientes de sus horarios de su comodidad. ¡Ay!. ¿Qué será de nosotros sin nuestro querido autobús?

En este asunto como en todo lo que pasa en este mundo está la otra parte, los que han salido favorecidos, los turistas que para ellos se han acabado las molestias de ir apartándose a cada instante por el paso del autobús o cualquier vehículo. A su paso por la ruta podrán disfrutar del rumor del río, del canto de los pájaros y de los acordes de alguna que otra guitarra flamenca. No cabe duda que para estos últimos el escenario es perfecto, pero… ¿Y para nosotros los granadinos? ¡Qué poco contamos para las autoridades!......

domingo, 18 de marzo de 2012

Al otro lado

 
Autora: Elena Casanova


Ana se levantó temprano como cualquier otro día. Preparó un buen desayuno  y  se sentó delante del televisor sin prestar demasiada atención. A los pocos minutos se quedó mirando las caras de algunas personas que deambulan por la pantalla de su comedor con gestos desolados por la desesperación de verse sometidos a un futuro incierto.- La crisis, la puñetera crisis- pensó. 

Se vistió y se marchó a la calle. Esa mañana la dedicaría a hacer algunas compras aprovechando que aún faltaban unos días para el final de rebajas.  Pasó por algunas tiendas, adquirió un par de camisetas pero no encontró las botas que había estado ojeando unas semanas antes. Terminó la mañana en una librería y se compró un par de novelas que le había recomendado una amiga.

Al salir de la librería y como el día invitaba a ello,  decidió ir caminando hacia su casa.  Al rato cambió de idea, en realidad no tenía ninguna prisa ni ganas de abandonar la calle. Llamaría a su hermano que vivía muy cerca, al que hacía tiempo no  veía y le propondría tomar unas cervezas. Se sentó en la  terraza de un bar y llamó a Ramón que aceptó rápidamente su oferta. Mientras esperaba, se fijó en un grupo de personas arremolinadas alrededor de la puerta de un comedor social. Algunos de aspecto demacrado y sucio, con mirada somnolienta donde las drogas y la bebida habían hecho mella. Otros, con un aspecto más aseado y saludable, parecían estar allí por error.  De repente, se dio cuenta que una de esas caras le era familiar. Hizo un esfuerzo por verla porque su miraba, orientada hacia el suelo, parecía entrever que el mundo que la rodeaba no tenía nada que ver con ella. Ana  tuvo que fijarse de nuevo en el rostro de esa mujer que  tiempo atrás  había sido su vecina. Hacía meses que había abandonado su casa, su barrio, pero no sabía muy bien los motivos. Se rumoreaba que su situación económica era lamentable, pero  nunca hizo demasiado caso a lo que  solo creía eran chismorreos. Sintió el deseo de acercarse, saludarla… pero cayó en la  cuenta  que si lo hacía, tal vez, Claudia que así se llamaba,  no soportaría la humillación de saberse reconocida en una situación tan incómoda. Durante quince años habían compartido espacios comunes e incluso alguna que otra confidencia, pero  no quería ser la causa del mal trago que podía causarle. No sabía muy bien el porqué pero ya no le apetecía seguir sentada allí.

Se levantó de la mesa y pagó al camarero la cerveza que dejó a medias. Llamó a Ramón por teléfono ideando una súbita jaqueca como excusa. Su originalidad le produjo una media sonrisa.

De camino a casa, Ana no dejaba de darle vueltas a lo mismo. Claudia, una persona ni buena ni mala, ni lista ni tonta, más bien conservadora, algo  religiosa,  tan corriente como tantas otras,  solo un par de años antes había salido a la calle a manifestarse en contra de la apertura de un comedor social en su barrio alegando que dañaría la imagen del entorno donde vivía, cuya apacible y acomodada vida se vería mancillada por el espectro de la pobreza dejando al descubierto una parte de esa realidad a la que  nos da miedo mirar.  Ahora, sin embargo, era ella la que esperaba en la puerta de este mismo comedor social un plato de comida caliente. Ella era ahora la que se escondía detrás de aquella fila humana  para  no ofender la dignidad de cualquier persona que pasara por su lado. 

Una y otra vez la misma idea: la fragilidad de esa frontera virtual, donde creemos que al otro lado de la línea divisoria  siempre estarán los otros.

A punto de implosionar

 
Autor: Antonio Pérez


A punto de implosionar, evadir susceptiblemente la realidad. Tan candente y gélida como la rosa de Jerusalén. Aquella que vive y muere, se multiplica cuando quiere, esa flor casi inmortal. Rozando los peores pecados capitales, obligándose a defender castillos en la arena, bombardeados por brisas transparentes de infinita profundidad. Negra es aquella, intermitente y débil la que naufraga quinientos barcos en cincuenta mil mares, sin ni siquiera zarpar. Montes calcinados por la ira, la rabia y desprecio, desiertos de arena formados por gotas diminutas de impotencia y frustración de recuerdos clandestinos de desilusión, de muerte impetuosa de sueños e ilusiones reconvertidas en tristes estacas para matar a los vampiros de la depresión, del caos organizado, de una triste balada de trompeta.

Amor necrófilo de amargura y lucha, batalla de poemas, letras y números, en una rivalidad sin sentido. Ahora no hay lugar para las letras, cuando las matemáticas y sus bancos son los que han de ganar… No hay lugar para la cultura, no hay lugar. Los poetas han muerto.

Triste final de inocentes versos de pasión, amor, ilusión, de negros balances de esperanza, muerte al remedio del alma, la mejor a mi pesar, medicina del hombre.

Burros subidos en los carros, pájaros que vuelan bajo el mar y peces nadando en las nubes. Ya no es un uno para todo, ni un todo para uno. El mundo se dio la vuelta, giró en su desgracia, restregándose en su pena, en su misericordia, fulminando toda creencia, perspectiva u optimismo.
Implosión, ¿es esa realmente la solución? Míseros sabios y eruditos que olvidaron su cometido, esos bastidores, pilares fundamentales del mundo, cuerpos vertebrados, quebrados. Corazas del bienestar, hecha añicos.

Maldito ego cambiante, veleta de malos sueños y desilusiones, que nos guían por el mal camino, por un trágico final, un gran luto de la verdad, de la honestidad que por tus huesos profeso.
¿Será terquedad lo qué es sentido sin lugar de acierto alguno?

Preguntas retóricas sin respuesta, que agravan aún más la situación incierta de este mundo de esta verdad, tan efímera, tan malvada y cómica, que es de inverosímil realidad.

Ya no existe la moraleja, pues no se prioriza la educación, un R.I.P. por ella, un brindis por la frustración.


 

viernes, 16 de marzo de 2012

El verano de 1965

 
Autora: Carmen Sánchez Pasadas

Agustín era un niño feliz. Tenía siete años y era el mayor de cuatro hermanos, la menor había nacido pocos días antes, por ello las visitas solían traer dulces y aunque era un poco enojoso atenderlas, los niños tenían luego una merienda exquisita, a la que no estaban acostumbrados.

Transcurría 1965 y Agustín estaba contento ya que en la escuela habían dado las vacaciones estivales. Era un buen estudiante pero, igual que cualquier otro chiquillo, prefería holgazanear con los amigos en la calle. Si bien ese verano se presentaba diferente porque el nacimiento de su hermana menor le obligaba a cuidar de los medianos. La nueva situación familiar le confirió una responsabilidad y madurez inapropiada para su edad, pero por otro lado, actuar como esperaban de él hizo que se sintiera importante, porque así recuperaba la atención y el cariño de sus padres, que el nacimiento de cada hermano le había ido restando.

Su familia era humilde, pero él no era consciente de la precariedad de sus vidas, porque no había conocido otra situación, ya que la mayoría de los chavales de su barrio habían crecido en el mismo entorno. Compartir cama con sus hermanos, usar ropa que los niños ricos ya no querían o comer legumbres sin tropezones con más frecuencia de la aconsejable era algo normal. Pese a todo, Agustín era un chico alegre y despierto al que le encantaba jugar a las “chapas” y cuyo mayor problema era vigilar a sus hermanos.

Cierto día el niño, sin proponérselo escuchó al padre que comentaba “… y ahora otra boca más que alimentar”. No oyó toda la conversación, pero el tono de voz apesadumbrado le hizo darse cuenta de que algo no iba como debía. Otra vez sorprendió a la madre llorando mientras le contaba a la abuela que habían despedido al padre del trabajo. No sabía exactamente lo que suponía esto, pero evidentemente era algo malo. El niño sintió un gran peso y lo mejor que se le ocurrió fue salir con sus hermanos a la calle para que no molestaran.

Pocos días después llegaron los tíos Concha y Miguel de Córdoba. Eran muy simpáticos y siempre traían regalos. Venían solos porque no tenían niños. Seguramente por esto, Agustín era el sobrino preferido de la tía Concha, la hermana de su padre, y cada vez que venía, lo llevaba de paseo y le compraba golosinas. Él pensaba que los tíos eran ricos porque tenían una tienda donde había todas las cosas que te podías imaginar, según contaba su madre.

Pero esta vez antes de marcharse le propusieron que se fuera con ellos durante unos días, aprovechando que estaba de vacaciones. Donde ellos vivían había muchos niños y enseguida haría amigos. Le gustaba la idea, aunque nunca se había separado de sus padres y le daba un poco de miedo irse sin ellos. Ante la insistencia y que sólo serían unos días, aceptó.

Durante el viaje de vuelta a Córdoba, la tía Concha no paró de contarle todas las cosas estupendas que iba a hacer y él estuvo distraído. Pero a la hora de ir a la cama fue inevitable recordar a su familia y llorar hasta quedar dormido. Así pasó durante muchos días.

Sin embargo, Agustín estaba deslumbrado, tenía una habitación sólo para él y el tío Miguel le compró un coche de policía que al darle cuerda andaba solo. Cada vez que lo llevaba a la calle hacía nuevos amigos. Además desayunaba leche con cola cao y por las tardes merendaba pan con chocolate. Los domingos iba con los tíos al parque y le compraban un helado. Se sentía querido y poco a poco dejó de llorar por las noches.

De este modo pasó el verano, llegó septiembre y empezó el nuevo curso en Córdoba. A aquel siguió otro y otro hasta llegar al instituto. Las visitas a su familia se fueron espaciando hasta reducirse a las vacaciones escolares. No perdía el contacto, pero ya ni siquiera se planteaba la posibilidad de quedarse. El reencuentro siempre era emotivo pero al mismo tiempo las despedidas eran algo aceptado previamente. Llegaba como una bocanada de aire fresco y se marchaba con un regusto agridulce que le duraba unos días. Nadie se lo dijo, sin embargo Agustín sentía que su lugar estaba en Córdoba y su futuro era estudiar, se lo debía a sus padres, a sus tíos y sobre todo a sí mismo.

Pasaron los años, la universidad, las oposiciones y él seguía viviendo entre esas dos familias que de forma tan singular marcaron su destino. Nunca se desligó de su familia real, pero sintió un cariño sincero por sus tíos. Muchas veces se preguntó cómo habría sido su vida si se hubiera quedado. Nunca lo sabrá. Con la perspectiva del tiempo comprendió las decisiones tomadas que determinaron su vida pero ante todo necesitó compartir su vida con sus padres y hermanos, quizás por recuperar el tiempo perdido…

Hacia la deshumanización


Autora: Pilar Sanjuán  Nájera

Estamos percibiendo desde hace tiempo y cada vez más deprisa, una degradación en la conducta humana que hace saltar todas las alarmas. Por ejemplo, los caso cada vez más frecuentes de asesinatos de profesores y niños por algún alumno descerebrado que se toma esta venganza por agravios sólo imaginados en su mente trastornada; hasta no hace mucho tiempo, esto sucedía solo en Estados Unidos, pero ya, estos gravísimos sucesos se han trasladado también a la vieja Europa y, por supuesto, a España, alumnos que asesinan a sangre fría a una compañera; niños que hacen igual con otros niños más pequeños, desalmados que queman a un indigente, los muchos casos de violencia machista… ¿Qué nos pasa? ¿Qué falla en nuestra sociedad? Y si hablamos de casos de corrupción  en la política, en los negocios, etc, esto es escalofriante. ¿Qué lleva muchos ciudadanos a votar a políticos corruptos, que llegan a alcanzar mayoría absoluta? ¿Hemos perdido la cabeza? ¿ A dónde han ido a parar los valores de honradez, respeto, solidaridad, ayuda mutua, sensibilidad hacia los débiles y rechazo hacia todo lo reprobable?

Es más que sabido que la vida fácil y la riqueza generan egoísmo. Las personas más generosas están en países pobres y deprimidos; en ellos aún se pueden encontrar valores de solidaridad, de ayuda a los demás, lazos familiares muy fuerte, etc. Pensemos por ejemplo en el pueblo saharaui cuando en el verano vienen niños a pasar aquí el verano. Las madres, a falta de otra cosa, les dan sobrecitos de té para las familias que los acogen. Me contaba una amiga que estuvo en Cuba  que cuando visitaban a los campesinos en los bohíos,no teniendo nada para regalar, algunos daban los machetes con los que cortaban la zafra, que a ellos les eran útiles de necesidad. Los turistas los tomaban y luego, ya en el barco, los tiraban al mar de la forma más insensible, porque no sabía qué hacer con ellos. Estos ejemplos me hacen estremecer. ¡Con lo que malgastamos nosotros!

En cuanto a nuestro jóvenes y niños, ponemos el grito en ele cielo cuando vemos tantos ejemplos de mala educación, de tanta insensibilidad. He sufrido en propia carne travesías largas en autobús de pie con los asientos llenos de gente joven que no repara en tu cara de cansancio y han olvidado, o no han aprendido, a ceder su asiento a los mayores. ¡Y se suprime la Educación para la ciudadanía! como si esta asignatura no fuera necesaria.

¿Pero qué ven los niños y jóvenes a su alrededor? Un amor desmesurado al dinero conseguido a costa de lo que sea; un consumismo descontrolado; una propaganda de cosas sin valor como la belleza hueca, los cuerpos musculosos, la ropa cara, el éxito fácil, sin esfuerzo y engañoso. Se dejan embaucar por las necesidades que crea la propaganda de bebidas, por ejemplo, recuerdo un anuncio en el que una multitud corría y corría para tener sed, decían… y luego beber alguna de esas porquerías que se anuncian. ¿Cómo ayudar a que los jóvenes tengan criterio y no se dejen engañar? ¿A que hagan oídos sordos a ese bombardeo de ofertas de cosas prescindibles? ¿Cómo hacer para que recuperen el respeto y las buenas formas hacia sus mayores?

Aunque sea rápidamente, os voy a contar una pequeña anécdota que me ocurrió este verano: estaba yo en Úbeda en una frutería con varias colas llenas de gene. Afortunadamente había a la entrada cuatro sillas para las personas –como yo misma- que no aguantan mucho rato de pie. En una estaba sentado un anciano, en otra un señor de mediana edad, la tercera estaba ocupada por un niño como de doce años y yo me senté en la cuarta. El niño estaba enfrascado jugando con una de esas maquinitas electrónicas. Entró en ese momento un señor con muletas y yo le dije al niño que le cediera su sella ; él miró con rapidez al señor de las muletas y dijo con todo descaro que no se levantaba porque estaba más cómodo sentado jugando con su máquina. Entonces se levantó el señor de mediana edad y le cedió el sitio al recién llegado. Yo hervía de ira mirando al niñato y no pude menos que decirle:

_¿No te avergüenza seguir sentado y no ceder tu silla a un señor que apenas puede andar?
Él me contestó:

_ No, no me da vergüenza.

Me dieron ganas de tirarle de las orejas. Lo más triste es que su madre lo estaba presenciando todo desde una de las colas y no se acercó a levantar a su niñito  y arrancarlo de la silla. ¿Cómo iba a ser el crío si tenía una madre como aquella? Creo que es de verdadera necesidad una escuela de padres. ¡Ah! y todo el mundo, en escuelas, institutos, universidades, en la política, en las iglesias y hasta en el Vaticano debería ver ese documental único, estremecedor titulado La espalda del mundo y después, la película Matar a un ruiseñor.

¿Qué te pasa Dolores?


Autora: Rafaela Castro

_ ¿Qué te pasa Dolores? De un tiempo a esta parte casi siempre te encuentro triste y pensativa.

_ ¡Ya te puedes imaginar! He tenido otro altercado con el nieto. ¡Qué adolescencia más difícil!

_ Yo también soy su abuelo y conmigo no discute, bueno es que él y yo poca conversación tenemos.

_ ¡Ay José, qué cambio nos dio la vida! Qué felicidad la nuestra cuando vimos a nuestros hijos casados y trabajando en buenas empresas con hipotecas, pero iban pagando, bastante holgueros. Hasta que llegó este día fatídico en el que el banco desahució a nuestro hijo Pepe por falta de pago, ¡claro! que esto le vino por el despido del trabajo.  A nosotros nos faltó tiempo para decirles que se vinieran con nosotros hasta que se vayan resolviendo los problemas. A esto no se le ve fin por ninguna parte. Entre dimes y diretes llevamos así dos años.

_Te juro Dolores que si por mí fuera nos íbamos a una residencia y que ellos se queden en el piso, yo por tal de verte a ti más animada haría lo imposible. Estaríamos pendientes el uno del otro porque aquí con hijo, nuera, nietos… todos juntos y con más de setenta años cada uno de nosotros dos, la verdad es que hay. que sacar fuerzas de donde no hay.