sábado, 15 de diciembre de 2012

El prodigio de un tal Pascual Bailón

 Autora: Elena Casanova


Cuando encontraron a don Cándido Cabezón Cuadrado tenía una enorme brecha en la cabeza. De la herida manaba un surtidor de sangre y el pobre hombre no dejaba de repetir lo mismo: ¿Qué me has hecho, qué me has hecho? Lo llevaron rápidamente al hospital más cercano y en unos días volvió a su casa con toda la cara amoratada y un buen zurcido que le dejaría secuelas de por vida.

Casi todos los vecinos del pueblo desfilaron por su casa para comprobar cómo se encontraba el infeliz después del trágico accidente. Se toparon con otro hombre, una persona que  no sabía nada de su pasado y, por olvidar, hasta había olvidado su propia identidad. No era el don Cándido de siempre, un hombre de carácter tranquilo, amigable, algo callado y muy dúctil pero con unos valores morales muy rígidos y conservadores, con una rectitud tal, que jamás cambió de opinión en cuestiones consideradas por él como deshonestas e indecorosas. Ni siquiera don Matías, el cura, había sido capaz de doblegar actitudes un tanto excesivas.

Hacía tiempo que los jóvenes del pueblo intentaban que el ayuntamiento les dejase un salón que nunca se había utilizado para ocuparlo los sábados por la noche, que les permitiera disfrutar de un lugar de esparcimiento en un pueblo alejado de casi todo y poco que hacer los fines de semana, donde el aburrimiento y la apatía eran la tónica general. A don Cándido correspondía dar el consentimiento para ser ocupado que, como cacique, todo el pueblo le pertenecía y como alcalde, manejaba todos los asuntos públicos. En cuestiones puramente económicas no era un hombre demasiado ambicioso y todos sus arrendatarios vivían en unas condiciones de holgura y desahogo más que razonables, pero en  asuntos de la moral no permitía ningún vilipendio, y para él la apertura de esta sala con fines un tanto dudosos profanaba todos sus principios éticos, incluso se ponía enfermo y hasta se le encogía el corazón al pensar que su pacífico pueblo pudiera convertirse en la Sodoma y Gomorra de toda la comarca.

Paradójicamente don Cándido era un gran devoto de San Pascual Bailón, y todas las tardes se acercaba hasta la iglesia para rezarle. Los vecinos del pueblo lo sabían, y durante la misa de los domingos, reunidos todos en la iglesia, se dirigían al santo y desde el silencio y la complicidad colectiva, le pedían fervorosamente que iluminara el entendimiento de don Cándido para que dejara de ver el pecado donde solo había un deseo de entretenimiento…

Y ocurrió. Nadie fue capaz de decirlo en voz alta, pero San Bailón en un arrebato, según me contaron los mayores del lugar, de misericordia hacia todos ellos, en una de aquellas tardes de oración dejó caer el pedestal donde se apoyaba, y una de las esquinas fue a parar a la cabeza de don Cándido, con tan buena fortuna que no murió pero sí que contrajo la enfermedad de la memoria, hasta el punto de abandonar en algún rincón oscuro de la conciencia, su decencia y decoro exacerbados. Sin embargo, la figura del franciscano tallada en madera policromada, no sufrió daño alguno a pesar de haber caído desde una altura de dos metros del suelo.

Todos los vecinos coincidieron en lo mismo: el milagro por fin había sido concedido, incluso don Matías, que solo quería creer en un fatal accidente, de vez en cuando no podía evitar acomodarse a la opinión de sus feligreses.

El 17 mayo, día de San Pascual y después de sacar en procesión al santo, todo el pueblo se reunió en el salón del ayuntamiento, adornado de guirnaldas y farolillos. El cura bendijo la estancia y vestido con sus mejores galas, don Cándido fue testigo de este gran acontecimiento, no ya como alcalde del pueblo, pero sí como figura importante del lugar. Se le veía feliz y contento rodeado de todos, e incluso dicen que cuando empezó a sonar la primera pieza, su pie derecho no paraba de taconear y los dedos de su mano izquierda tamborileaban al compás de la música. Benita, tan soltera como el día que su madre la parió, siempre había sentido un impulso muy apasionado hacia don Cándido y, sacándolo a bailar, se atrevió por fin a susurrarle todo su amor y adoración al oído, sin temor a herir los sentimientos de recato y pudor de su bien amado don Cándido Cabezón Cuadrado.


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