miércoles, 14 de noviembre de 2012

¿Quién será esa persona?

Autor: Antonio Cobos

Ayer, dándonos un paseo por el campo, cogimos un camino que cada vez se hacía más estrecho y escondido y al que se le veía muy poco o ningún uso. A los lados del camino, la tierra estaba removida de una manera peculiar, como cuando los jabalíes escarban el terreno para buscar bulbos. El sol comenzaba a ponerse por el oeste y queríamos ver la puesta desde los acantilados. Tanto uno como otro pensábamos en volvernos y emprender otro camino que habíamos dejado, algo más atrás, a la izquierda. Ya tuvimos una vez un encuentro con un gruñido de jabalí en un lugar no muy lejano a donde estábamos y no nos gustaría repetirlo.

Fue María quién lo expresó primero en voz alta

– Nos deberíamos volver.

Me subí al borde del camino para ver si se divisaba algo y efectivamente, a unos doscientos o trescientos metros de allí, entre las matas, las rocas  y los árboles, había unas ruinas de una casa y delante de ella, en lo que parecía una especie de plaza por la parte que daba al mar, había un hombre desnudo, mirando al mar. Llamé a María y subió adonde estaba. También ella lo vio. El hombre se sentó,  mirando al mar, pendiente de la puesta de sol, ajeno a nuestra presencia. El camino parecía que llegaba hasta allí dando un rodeo a unas piedras grandes que había más adelante.

Propuse a María seguir unos metros más y volvimos a subir al borde del camino en un lugar que era accesible. El hombre seguía sentado, se levantó cogió algo y se volvió a sentar. Parecía que bebía de una lata  o una botella pequeña. A la izquierda había un pantalón y una camiseta tendidos al sol. Junto a la casa se veía una alberca o una piscina, pero no se distinguía si tenía agua o no. Llena no estaba, eso era seguro. Un poco más lejos, junto a un árbol, salía un humo débil, de lo que debía ser un fuego. Nos volvimos.

Más tarde pensé en quién sería esa persona, que estaba aparentemente sola, desnuda y ajena a que alguien pudiera observar su desnudez, su soledad, su aislamiento del mundanal ruido. No parecía que fuera a moverse de aquel montón de piedras que recordaban lo que fue una casa. ¿Cómo era posible que alguien pudiera pasar la noche allí, sin miedo a la oscuridad, a posibles alimañas, al ataque de algún desaprensivo?
No podía ser un inmigrante ilegal, porque era rubio. Así que me inventé una historia.

Su nombre era Harold Helmdat, noruego de 24 años. Natural de Stavanger. Había estudiado una ingeniería relacionada con el petróleo y había trabajado durante dos años en una plataforma petrolífera. Siendo niño, había venido tres veces a España, y una vez casado volvió una vez más a la zona de Maro y Nerja. Tenía idealizada esta parte del mundo. Se casó joven con una chica con la que salía desde el instituto. Tuvo un desengaño amoroso (su mujer encontró otro compañero mientras él estaba en la plataforma) y decidió cambiar totalmente de vida. Regresó a España para instalarse aquí, si era posible, en ese mundo feliz que él recordaba. Decidió empezar desde cero. Pero se concedió un día de duelo, de llanto por la pérdida de la amada, un día de recuerdos asociados a lugares y se marchó allí, a aquel lugar deshabitado en el que habían estado de excursión, buscando playas solitarias y en el que habían soñado ambos con ser Robinson Crusoe y en vivir en aquellas ruinas aventuras extraordinarias.

¿Qué le pasó esa noche despejada de un mes de agosto en aquellas ruinas de aquel promontorio sobre los acantilados de Maro? ¿Cómo le amanecería?..Pero bueno, eso forma parte de otra historia.

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