domingo, 11 de noviembre de 2012

Elisa

 Autora: Elena Casanova


Una tarde se sentó en el mismo banco del parque que Elisa ocupaba. A partir de entonces y todos los días, repetía el mismo ritual. Sacaba unas galletas de su bolsillo, las desmenuzaba y se las echaba a las palomas. La miraba, sonreía, abría un libro, y se concentraba en su lectura durante una hora aproximadamente. Se levantaba, volvía a sonreírle y se marchaba. Nunca dijo nada. Al principio, a ella le molestó su presencia, pero con el paso de los días se fue acostumbrando a su silenciosa compañía.

La vida de Elisa se había convertido en pura rutina. Hasta mediodía trabajaba en un almacén de ropa y gran parte de las tardes las ocupaba en un largo paseo que terminaba en un parque cercano a su casa. Se sentaba siempre en el mismo banco y observaba el juego de los niños hasta que los columpios quedaban vacíos. Volvía a casa, cenaba y se metía en la cama. Desde hacía tiempo, meses o quizás años, no deseaba hacer otra cosa.

Desde que este individuo llegó a su banco, porque lo consideró suyo por la fuerza de la costumbre, imaginó una vida basada en la soledad, el aislamiento, un pequeño apartamento amueblado escuetamente, sin amigos y, posiblemente, sin familia también. Por la edad que aparentaba lo suponía jubilado y con una sólida formación a sus espaldas, porque eso de leer tan a menudo, para Elisa implicaba cierto nivel intelectual. Era alto, algo robusto, bien vestido, con una incipiente barba y con el pelo largo cargado de canas y recogido en una coleta. De semblante serio pero agradable, mirada condescendiente y cuando sonreía era capaz de quebrantar a cualquiera. Rozaría los setenta años y su porte era elegante pero sencillo al mismo tiempo. A menudo, Elisa se preguntaba por qué visitaba aquel parque a diario. Una vida vacía, pensó sin dudarlo.

Un día,  después de regalarle su sonrisa habitual,  él le dejó un libro a su lado. Con curiosidad lo cogió, abrió la primera página y comenzó a  ojearlo. Al levantarse del banco para marcharse, Elisa intentó devolvérselo pero él negó con la cabeza. Terminó de leerlo una semana después y lo dejó a su lado. Al día siguiente apareció con otro volumen. De esta manera, y sin decirse nada, Elisa fue descubriendo el alma humana a través de aquellos autores de los que apenas sabía nada. Junto con el libro, le dejaba un papel manuscrito, donde le explicaba de un modo sencillo la esencia de cada texto. Así, palabra tras palabra, Elisa fue descubriendo la soledad con García Márquez, con Orwell la libertad, la sobrecogió la perversión y el desarraigo descrito por Truman Capote, con Dostoievski vislumbró las contradicciones y luchas internas del hombre, el cinismo, la codicia y la vacua búsqueda del placer con Scott Fitzgerald, la miseria, el desencanto, la muerte con Juan Rulfo….

Según pasaba el tiempo Elisa sentía cierta necesidad de acercamiento, de un contacto verbal con su patrocinador literario y, aunque todos los días lo intentaba, al final solo quedaba la discreción. Algo la retraía y le aconsejaba no perturbar esta relación tan singular. Pero un día llegó decidida a romper la barrera del silencio y a pesar de  su nerviosismo, nada le impediría hablar con él. Cuando se sentó en el banco, él no había llegado aún, pero pronto –pensó-  lo haría. Casi anocheció y nadie ocupó la otra parte. Se sucedieron los días y seguía vacío el otro extremo del banco,  hasta que finalmente llegó a comprender que no volvería a aparecer. Lo echó de menos.

Elisa siguió con su misma rutina, hasta que un mes más tarde, encontró algo en su banco. Descubrió que se trataba de un libro y un par de folios donde aparecía una larga lista de obras recomendadas, y pensó que su dueño estaría cerca. Abrió el libro y leyó la siguiente dedicatoria:

Nunca dejes de soñar sin olvidar dar un salto más allá y rescatar la vida que aún te mereces. Te dejo este libro por si deseas compartir las reflexiones de un buen amigo.”

Elisa, conforme pasaba las páginas, se dejó  llevar por la nostalgia del  tiempo, la muerte, la renuncia, la soledad, la esperanza, el amor, la amistad… Ahora, por fin, disponía de un nombre para una cara. Se sintió afortunada por toda esa generosidad que de forma  tan extraordinaria había sido destinataria.

Volvió tarde a su casa, casi de noche, el tiempo había pasado deprisa. Soltó el libro en una mesa, cogió el móvil y marcó el primer número que aparecía en su escueta lista de teléfonos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario