viernes, 12 de octubre de 2012

Tres jóvenes marines del estado de Kentucky


Autor: Antonio Cobos


Amanecía y una claridad difusa penetraba por el hueco del ventanuco de aquella habitación de hotel modesto en el que había pasado la noche. Hacía un calor profundo y bochornoso y la humedad ambiental era pegajosa y abrumadora. El cuerpo lo sentía mojado y reluciente como si lo hubieran restaurado con un barniz de brillo.

Se había levantado de la cama y se sentó en aquel sillón medio desvencijado, con la funda púrpura desgastada y sacada de sitio. Se pasó la mano por la garganta y se quitó el sudor con los dedos. Pensó en abrir la puerta por si se establecía alguna corriente de aire, pero desechó la idea al momento, al mirar el cuerpo desnudo de aquella joven vietnamita.

Dos pensamientos distintos se alternaban en su mente. Acudían a su cerebro escenas vividas unas horas antes y sentía como las hormonas actuaban de nuevo en su organismo y generaban deseo. Aparecían entonces los sentimientos de culpa y de miedo. ¿Cómo se había dejado llevar? ¿Por qué había aceptado la proposición de esa muchacha menuda? ¿Sería quizás menor de edad? ¿Estaría sana? No había tomado precauciones.

Observaba la curva de la cadera de la joven morena, vuelta de espaldas y abandonada a su sueño y la sangre se le volvía a alterar. Deseaba reposar su mano en la cadera y recorrer aquella piel blanca y suave. Si era una profesional, ¿cómo es que se había dormido? Cuando él se quedó dormido, ella podría haberle robado y haberse marchado. Pero no lo hizo, se quedó dormida junto a él. Recordaba sus ojos oscuros y su mirada penetrante. Podría haberle regateado los dólares que le pedía pero no lo hizo. En aquella mirada vio necesidad y miedo. No pudo decir que no.

Había salido del campamento base, hacía unas doce horas, en compañía de Brent y Scott, sus dos compañeros más allegados, también oriundos de Kentucky, y con los que más a gusto se sentía entre todo el batallón. Habían terminado su periodo de entrenamiento y marcharían al frente en tres días. Les habían dado dos días de permiso y los tres decidieron pasarlos en Saigón.

Cuando estaban en una esquina de la calle Dong Khoi, junto al hotel Caravelle, enfrente del edificio de la Ópera, decidiendo si se tomaban otra copa o no, tres chicas vietnamitas guapas de cara y con las faldas muy cortas se les acercaron sonrientes. A los pocos minutos, dos de los tres marines, se marchaban a otra zona más apartada del distrito 1 y uno de ellos, se excusaba con la tercera chica que, frustrada por no haber sido elegida, no comprendía o fingía no comprender.

James no había querido sumarse a la decisión de sus amigos. En aquel momento se acordó de su novia Dorothy y de las promesas de amor que se hicieron antes de que él partiese, hacía sólo unas semanas. Tras deshacerse de la chica vietnamita, deambuló sin rumbo, perdiéndose por las calles de Raigón.

Cerca del parque Tao Dan, se tropezó de pronto con aquella chica, que con cara suplicante y algo de miedo le pedía 10 dólares y le señalaba el edificio de un pequeño hotel. Cuando movió su cabeza de un lado a otro, diciéndole que no mientras le sonreía, la chica le cogió una de sus grandes manos entre las suyas y le dijo que sí con su cabeza, forzando una sonrisa. Fueron aquellos ojos clavados en los suyos, aquellos ojos hermosos y profundos, los que le hicieron actuar como un autómata y dejarse llevar por unas manos menudas y blancas que tiraron de él hasta el hotel. Ella pidió la habitación y subieron a la primera planta.

Una vez dentro de la habitación ella cerró la puerta y se quedó quieta delante de James, esperando que él tomara la iniciativa. Pero el marine permanecía quieto, mirando a aquella joven y pequeña mujer, con una tersa y hermosa cara y una piel suave y blanca como no había visto nunca.

De nuevo fue ella la que tomó la iniciativa y dando un paso hacía él, le cogió su mano enorme entre sus dos manos diminutas y se la llevó a uno de sus pechos. Una suave reacción involuntaria de apartar la mano fue percibida por la vietnamita, pero duró un instante. Ella no soltó al marine, que en seguida se relajó y empezó a percibir los latidos de un corazón desbocado. Acomodó el hueco de su palma a aquel tejido esponjoso y blando y comenzó a reaccionar a los estímulos que percibía en su cuerpo. Se agachó hacia la vietnamita, que había inclinado su cabeza, y con suavidad le levantó su cara hacía él. Sus labios buscaron su boca y sus dedos se entrelazaron en sus oscuros cabellos. Le soltó la cola de caballo y comenzó a quitarle su ao dai, ese vestido de cuello alto y manga larga, ajustado a los brazos, al pecho y a la cintura y que la mayoría de las mujeres vietnamitas llevaban sobre unos pantalones anchos. A James le parecían muy elegantes.

Los movimientos del principio, suaves y como a cámara lenta, se fueron haciendo cada vez más fuertes y rápidos hasta llegar a ser casi violentos. Después volvió la suavidad y apareció una ternura que volvió a ir encendiendo el cuerpo de James como un fuego devorador. Y así pasaron varias horas, hasta que el cansancio puso a dormir a unos cuerpos sudorosos y enlazados.

James se vistió sin hacer ruido y ya en la puerta, al abrirla, volvió sus ojos hacia la joven vietnamita que despertó de forma brusca en ese instante y fijó su mirada oscura y profunda en el huidizo americano. James cerró la puerta y buscó con rapidez la salida.

Una semana más tarde, un parte de guerra daba una relación de marines muertos en acto de servicio en un enfrentamiento contra el Vietcom. Entre ellos aparecían los nombres de William M. Brent, Charles L. Scott y James T. Atkinson, tres jóvenes marines del estado de Kentucky.


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