viernes, 5 de octubre de 2012

El erotismo


Autora: Pilar Sanjuán Nájera


El tema de hoy es para mí bastante peliagudo, porque mis tiempos –llamémosles- de plenitud, transcurrieron durante los años 50, 60 y 70; o sea, de los 20 a los 40 años, en plena época franquista, cuando España era el paradigma de todas las esencias de la castidad, la pureza, la represión y el oscurantismo; dudo de que en aquellos tiempos, ciertas palabras atrevidísimas, como orgasmo, clímax, sexualidad, erotismo, figuraran en el diccionario.

Podría hablar ahora del erotismo leyendo libros especializados sobre el tema, manuales, consultando internet, etc, pero sería como recitar una lección más o menos bien aprendida. prefiero hablar sobre mis experiencias o mejor dicho, sobre mi ignorancia en esos “escabrosos” temas. ¿Qué íbamos a saber del erotismo las mujeres de mi época? Habíamos leído un poquito sobre Cupido o Eros, el dios-niño del amor y sus flechas, pero de una manera absolutamente aséptica. ¿Qué íbamos a saber del tan traído y llevado tema (ahora) sobre el punto G y de las zonas erógenas en la anatomía masculina o femenina?

Yo, después de estudiar cuatro años de Bachiller y Magisterio, que por supuesto no estaban “contaminados” de erotismo, apenas si sabía lo que era un pene ni por supuesto lo había visto ni aún en los libros. Nunca nos dieron una buena lección sobre el aparato reproductor del hombre ni de la mujer (podía ser algo pecaminoso). Ignorábamos por completo que la estimulación de las zonas erógenas, producía placer ¿pero qué eran y dónde estaban las zonas erógenas? LA SANTA MADRE IGLESIA, guardiana de la pureza más acendrada, nos decía a las casadas que el matrimonio era exclusivamente para engendrar hijos, no para experimentar placer. Al hombre, naturalmente, si se le permitía ese privilegio, pero no tenía por qué darlo, así que él se satisfacía y tomaba a la mujer meramente como vaso receptor. Hay muchas mujeres que jamás han alcanzado un orgasmo, asé que es de imaginar lo placentero que sería su matrimonio.

Las jóvenes de mi época, en su gran mayoría, íbamos al matrimonio vírgenes totales, pero los hombres, que siempre han gozado de más libertad, habían tenido casi todos experiencias sexuales preparatorias con las “hetairas” de aquella´época, las mujeres malas. Voy a hablar un poco de esto.

Yo vivía en Úbeda en la plaza de Santa María; desde esta plaza, salía una callecita larga y estrecha que iba a parar al barrio de El Alcázar, lugar donde vivían la mayor parte de esas mujeres; de vez en cuando, las veíamos pasar en manada atravesando la plaza, unas con aire avergonzado y otras con aire insolente; nos decía la gente que iban al reconocimiento médico. Nosotras, desde nuestro orgullo de mujeres buenas las veíamos con curiosidad mezclada de desprecio, sin darnos cuenta de que le debíamos el haber “desbravado” a nuestros futuros maridos; no les enseñaban una sexualidad delicada, porque no estaban  los tiempos para florituras, pero habían soportado de ellos una sexualidad a lo bestia, ruda y primitiva, aplacando las urgencias de aquellos dignos caballeros que por el día llevaban en procesión a la virgen de Guadalupe e iban a misa con toda devoción. La hipocresía de siempre.

¿Pero saben ustedes dónde estaban los templos de la “sabiduría erótica”? ¡Pásmense!: en los confesionarios. Recuerdo que de jovencita cuando todavía me confesaba, iba con mis pecadillos veniales mi candor, mi ingenuidad y mis deseos de espiritualidad al confesionario. ¿Y qué me encontraba detrás de aquella rejilla? Un representante de la Santa Iglesia, a modo de araña que espera a la mosca para atraparla entre sus redes. El confesor, muy experimentado y experto en esas lides, dándose cuenta rápidamente de mi “bisoñez”, me hacía unas preguntas extrañas, sobre cosas que yo no entendía, con voz meliflua y algo temblona. Yo barruntaba que aquellas preguntas, al igual que ciertas películas de la época, eran “gravemente peligrosas”; no sabía qué contestar, me sentía confusa y el cura, regodeándose, volvía a la carga, dejándome cada vez más desconcertada. Después de bastantes años, comprendí que el confesor de turno, en aquellos momentos, tenía la lívido en carne viva y sus zonas erógenas echando humo; para ellos, tan reprimidos, el confesonario era su válvula de escape, pero nos dejaban llenas de confusiones y con la paz espiritual hecha unos zorros. Aunque cambiase de confesor, en todas partes era igual, así que dejé de confesarme y pude alcanzar la serenidad interior. ¿Cómo íbamos a sospechar entonces que bajo aquellos hábitos religiosos había personas realmente peligrosas, enfermas, que de hacerles caso nos hubieran contaminado como le pasó a la Regenta en la novela de Clarín? Recuerdo que uno se atrevió a decir: “ Si no me das un beso, no te doy la absolución”. Tú salías de allí espantada y escandalizada, sin darle el beso, por supuesto, pero con una absolución pendiente, llena de ansiedad (infeliz…) y con remordimientos y sensación de culpa; igualito que les pasa a las mujeres maltratadas, que son verdaderas víctimas y sin embargo, siempre les queda la duda de si serán algo culpables.

Me viene a la memoria un pequeño suceso –quizá no sea tan pequeño- que no quiero pasar por alto pues encaja con el tema que estamos tratando; me sucedió a mí. Ocurrió a comienzos de mi relación amistosa con el que luego sería mi marido (en esos momentos, yo no podía ni imaginar que en un futuro sería el esposo que me acompañaría durante más de veinte años, hasta que me separé de él). Estábamos en la biblioteca Municipal, de la que él era el encargado; en ella lo conocí porque, dada mi afición a leer, iba mucho a sacar libros; ese día me senté a leer en una de las salas que estaba vacía; él se acercó y se sentó a mi lado, de pronto, cogió mi mano y me la apretó con la suya; fueron unos segundos de contacto, ni siquiera piel con piel porque yo llevaba unos guantes veraniegos que entonces, solíamos ponernos las chicas. No supe interpretar lo que sentí, pero me quedé conmocionada, ahora, recordándolo, me doy perfecta cuenta de que fue una verdadera descarga erótica, con la pasión que ñel ponía en todo lo que fuera sexualidad. Noté una fuerza y una energía para mí desconocidas, ero que me transmitieron sensaciones nuevas e inquietantes; él se levantó de inmediato porque empezó a entrar gente en la sala y se fue a otra. Ese gesto de apretarme la mano en aquella época tan tremendamente puritana, me pareció además atrevidísimo; el caso es que estuve bastante rato “descolocada” como decimos ahora; luego me fui sin despedirme de él porque solo mirarlo me turbaba. Por la noche tuve unos sueño que alteraron mi ánimo (aún me duraba la conmoción). Creo que fueron unos sueño premonitorios, una intuición de lo que me esperaba con él en nuestro matrimonio. Lo mismo que yo no sabía entonces ni remotamente lo que era erotismo, también ignoraba por completo lo que era masoquismo y sin embargo, aquellos sueños tuvieron mucho de masoquistas; para mí fueron una pesadilla difícil de olvidar. ¿Cómo iba yo “a priori” a imaginar que aquel hombre al que admiraba porque era cultivado, gran conocedor de la Literatura, con una conversación amena e inteligente sería a la vez poseedor, en su extraña personalidad, de aspectos tan oscuros como luego descubrí cuando estaba unida a él? La relación íntima entre él y yo, durante más de veinte años, no fue satisfactoria para mí y sin embargo, estoy segura de que yo tenía un gran potencial en el campo de la sexualidad y el erotismo que solo hubiera necesitado de la mano –que como al arpa del poema de Bécquer me hubiera hecho “vibrar”; pero claro, no una mano zafia, sino guiada por la ternura y el cariño, cosa que a mí me faltó así que mis placeres íntimos quedaron casi inéditos.

En fin, el conocimiento del erotismo me ha pillado ya un poco madurita, con mis zonas erógenas “anquilosadas”. Pero de todas formas, como no solo de erotismo vive el hombre, siempre he encontrado otras fórmulas para llegar a tener momentos placenteros, muy placenteros: la lectura, la pintura, los viajes, la contemplación de la naturaleza, las amistades, las charlas con hijos y yernos libres de tabúes y la relación entrañable con un nieto de 19 años con el que hablo de todo lo divino y lo humano, sin que la diferencia de edad –él 19 y yo 83 años- ponga entre nosotros ninguna barrera. ¿Qué más puedo pedir?

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