jueves, 21 de junio de 2012

Mi querido cerezo

Autora: María Gutiérrez

Como venía ocurriendo todos los años, después del frio invierno, aferrado a la tierra con uñas y dientes, el jardín presentaba un aspecto triste y descuidado. Las bajas temperaturas habían impedido mantenerlo al día y por lo tanto, llegaba de nuevo el momento de ponerse manos a la obra.

Para ello contaba con todos los artilugios necesarios para dichas labores. La primera tarea era la poda de todos los rosales y de los cipreses y así poder conseguir un muro vegetal limpio y consistente. También los arriates reclamaban emplearse con ellos a fondo ya que la mayoría, se encontraban helados y asilvestrados.

Para estas tareas no tenía más remedio que contar con las manos expertas de un buen jardinero y, cómo no, con la colaboración de mis hijos. Sin ellos hubiera sido y es imposible sacarlo adelante.

Una vez todo despejado me tocaba a mi ir cavando para airear y renovar la tierra, abonándola y preparándola para la nueva estación. Por fin la escarcha se había alejado y llegaba el tiempo clemente, donde podríamos empezar a disfrutar del olor a tierra húmeda y vegetación naciente.

El jardín iba adquiriendo una suave tonalidad verde y amarilla de los narcisos, el rojo de los tulipanes se mezclaba con el morado intenso de los lirios, pero sin lugar a dudas, el blanco del cerezo, esas flores pequeñas y delicadas con aroma a miel, cubriendo sus ramas con un tupido manto que aparentaba estar nevado o ser de algodón, nos recordaba año tras año la llegada de la primavera.

Para mi era uno de los mejores regalos que la naturaleza me podía ofrecer. Ver cómo iban cayendo los pétalos empujados por el viento y aparecían en su lugar las pequeñitas cerezas empezando a cuajar.

Llegado el verano ya estaban las cerezas para mi tristeza, como dice la canción, a punto de caramelo. Los pajarillos daban buena cuenta de ellas ¡Cómo les gustaban picotearlas y comérselas!

No tenía la costumbre de cogerlas del cerezo, me hacía más ilusión cortarlas en el momento en que te las iba a comer y animaba a los que les gustaban a que ellos mismos se sirvieran y escogieran las que más les apetecía. Así todos disfrutábamos a la vez.

El cerezo estaba verdaderamente hermoso, lleno de vida…¡Dios mío! Y de la noche a la mañana su aspecto cambió de forma radical. El tórrido verano fue el causante de que sus ramas se llenaran de pulgón. Fue perdiendo vigor y su empaque y belleza quedarían reducidos a nada.

Sólo me quedó el recuerdo de cómo destacaba sobre el fondo del jardín, cuya pared cubierta de ampelosis y rosales formaban un bonito tapiz natural.

La única solución era plantar otro en su lugar ya que a él no se le podía pedir explicaciones ni acusarlo de nada. Todo ello quedaba fuera de mi alcance.

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