sábado, 16 de junio de 2012

Entre limoneros y naranjos

Autor: Antonio Cobos

Entre limoneros y naranjos transcurrieron los mejores años de mi infancia, En la casa del abuelo Miguel y de la abuela Luisa, los padres de mi madre, en el Albaicín profundo, en aquella calle a la que no tenían acceso los coches y donde vivía Angelita, la niña de los ojos grandes, que tenía mi misma edad.

La separación de mis padres, maestros los dos, no la viví con demasiado problema cuando ocurrió. Me lo explicaron y lo encontré normal. Fue después, en la adolescencia cuando comencé a sufrir las consecuencias. De todas maneras, nueve de cada diez cosas hubieran sido igual, si mis padres no se hubieran separado.

Mi madre con su plaza de maestra en la Alpujarra y mi padre con la suya en la provincia de Málaga, pagando cada uno un alquiler, no disponían de mucho dinero más para comprar una casa propia en Granada. Ni siquiera sabían donde se podrían reunir. Recurrieron a mis abuelos y decidieron dejarme aquí, con ellos, para no tener que viajar, tan pequeño, todas las semanas. Veía a mis padres los fines de semana y, a veces, ni eso. Se iban de viaje con amigos y no siempre me llevaban con ellos.

Pero crecí feliz. Angelita se venía al patio de mi abuelo, cuando salíamos de la escuela. Cogíamos semillas y las sembrábamos. A veces, mi abuelo nos regañaba cuando le pisábamos su trabajo recién hecho en el huerto, otras veces, nos contaba historias y nos enseñaba a cuidar las plantas, a saber cómo y cuándo se sembraba, cómo se podaba, que plagas atacaban a cada árbol y a cada flor.

Cuando mi madre, ya separada, decidió que yo era ya lo suficientemente mayor para irme a vivir con ella, más que alegrarme, lo sentí. Mis abuelos no salían mucho y yo, Angelita aparte, no tenía otros amigos. Así que, de la escuela a mi casa y de mi casa a la escuela, era la actividad que más se repetía. Monotonía, que se hizo parte de mi mismo. A veces, los domingos por la tarde, estaba deseoso de que llegara el lunes para ir a la escuela. Allí había más variedad, dentro de lo cotidiano. A la escuela lo llevaba todo preparado y hecho, y me iba muy bien. Era una forma de hacerme notar entre los compañeros, que a la hora de los juegos no contaban mucho conmigo, pero me buscaban, eso sí, para copiar los deberes.

Mi madre cuando estaba separándose de mi padre tampoco tenía muchas ganas de sacarme a pasear y se pasaba todo el fin de semana en la casa, durmiendo o hablando con mi abuela. Con el abuelo, en cambio, recuerdo que hablaba poco.

A veces pensaba que me hubiera gustado tener un hermano. No sabía que era eso, pero los veía jugar en el parque o en la plaza y me hubiera gustado tener hermanos, al menos uno. Angelita tenía hermanos y se lo pasaba muy bien.

Recuerdo el rincón de la parra, el que había junto a la casetilla de las herramientas. Me gustaba meterme allí en las primeras lluvias del otoño, cuando todavía no hacía mucho frío y se podía estar en el patio. Recuerdo el olor a la tierra mojada. Aún hoy, siempre que percibo ese olor, me acuerdo del patio de mi abuelo. Cuando la parra dejaba de ofrecerme protección, me colaba en aquel cuarto ridículo, en el que apenas cabía una persona y en el que había tiestos, herramientas, sacos de tierra, insecticidas, fertilizantes, algo de leña, cubos, botellas vacías, cuerdas y un sin fin de cosas que mi abuela siempre quería tirar y que mi abuelo conservaba por si acaso sirvieran para algo. Del invierno, recuerdo un día que hubo una gran nevada y que me dediqué a pisar sobre la nieve y a seguir mis propias huellas, hasta que le pisoteé todo el huerto a mi abuelo.

Donde tenía prohibido estar era dentro de la valla de la alberca. En un extremo del patio o de la huerta, según lo quieras ver, había una alberca que a mí me parecía enorme y que hoy encuentro pequeña. La utilizábamos como piscina en verano y a mi abuelo le servía para regar. Hubo un invierno en que se heló y mi abuelo me encontró de pie, dentro de la alberca, con las manos en el poyete y dando patadas al hielo para romperlo. Al día siguiente le puso la valla de alambre.

Cuando regaba, me gustaba seguir el curso del agua por las acequias que mi abuelo creaba con su azada, el ‘azaón’ como él decía. Ya estaban hechas, pero él las retocaba y arreglaba los desperfectos que encontraba. La mayoría de las veces eran huellas de pies pequeños. El momento cumbre del riego era cuando mi abuelo consideraba que una parte del huerto ya había recibido su ración suficiente de líquido y rápidamente cortaba un canal para abrir otro, por el que se empezaba a colar el agua. Yo estaba preparado con una pala de la playa para ese momento. Atento a mi abuelo, me incorporaba a la tarea, apenas él iniciaba el primer movimiento. A veces, la tierra que movía con la pala le llegaba a su cara o a la mía, pero eso no le importaba. Sí me regañaba, si me ponía de rodillas e intentaba tapar con mis manos el agua, o empujaba la tierra manualmente justo al lado de donde él trabajaba con la azada. Ahora entiendo que evitaba darme un golpe en las manos. Otras veces, mientras él regaba, yo soltaba hojas en la salida del agua de la alberca y hacía carreras con ellas. Ganaba la que más lejos llegaba. Me imaginaba que eran barcas que bajaban aguas bravas y que yo las conducía. Con un palito les daba un toque cuando quedaban embarrancadas en una orilla.

Y las hormigas. Creo que conocía todos los hormigueros del huerto. Las hormigas anunciaban el buen tiempo, la primavera. Para mí, había hormigas buenas y malas. Las hormigas buenas eran las negras, de regular tamaño. Luego estaban las pequeñas que se movían muy rápido y me resultaban antipáticas, y las grandes, las de las mandíbulas enormes, que eran las más malas, las peores de todas. A veces las echaba a pelear, a dos de las grandes, y se soltaban o una terminaba con la otra. También solía meter a una de las grandes en el hormiguero de las negras, con la esperanza de que la hicieran prisionera, pero no era tarea fácil. Aunque cojeando, las hormigas grandes se escapaban del hormiguero de las negras y éstas solían apartarse cuando se topaban con ellas.

Con los grillos llegaba el verano. Me gustaba coger grillos y meterlos en un bote, al que mi abuelo le había hecho unos agujeros en la tapa para que pudieran respirar. Los tuve que dejar siempre en el patio, desde el día en que abrí el bote en la cocina y se metieron los grillos por todos lados. En el verano nos acostábamos más tarde y mi abuelo sacaba sillas al patio. Cenábamos allí. Por la mañana las sillas no estaban en el patio porque se las ‘comía’ el sol. Aquello me extrañaba. Un día saqué una silla y me puse a mirar como se la podía comer el sol. Mi abuela me regañó, pero cuando le dije el por qué la había sacado, se rió mucho y se lo contó a los vecinos entre risas. A veces ponían las sillas en la calle y charlaban con los vecinos y conocidos. Otros días, se quedaban de tertulia en el patio.

Yo prefería que salieran a sentarse a la calle porque me dejaban irme con Angelita y sus hermanos, siempre que no nos alejáramos. Angelita y yo, nos solíamos poner justo en los límites que teníamos permitidos y mientras uno de nosotros hacía ver como que hablaba con el otro, ese otro transgredía los límites por unos instantes, se alejaba un poco y volvía al territorio permitido. Cada vez intentábamos llegar más lejos, pero siempre, uno quedaba a la vista de los mayores.

En aquellos años, si veía poco a mi madre, a mi padre lo veía aún menos. No entendía que prefiriese vivir con otra mujer en lugar de con mi madre, pero el que mis padres se separaran no me supuso un gran cambio en mi vida. Yo ya vivía con mis abuelos antes de la separación y seguí viviendo con ellos cuando se separaron. Lo que encontraba más raro, al principio, era bajar con mi madre hasta Plaza Nueva, encontrarme allí a mi padre y que mi madre se volviese sola hacia el Albaicín. Luego lo encontré normal.

Mientras que a mi madre la veía triste, a mi padre lo encontraba alegre. La verdad era que, un domingo cada dos semanas, lo pasaba muy bien con él,. Ese debió de ser el acuerdo al que llegaron. Más adelante había domingos en que no podía venir y si mi madre ya lo tenía organizado para salir, me quedaba con mis abuelos. Con mi padre solía ir al cine y comíamos fuera, en pizzerías, hamburgueserías o chiringuitos en las afueras de Granada. Al principio venía solo. Después venía con Charo y nos lo pasábamos muy bien los tres. Me subían a la Sierra, o íbamos de excursión con bocadillos, o a la Alhambra. Las primeras veces yo no quería ser muy cariñoso con ella, pero poco a poco, supo ganarse mi confianza y empecé a encontrar normal que mi padre quisiera estar con ella. Era más alegre que mi madre y tan guapa como ella.

A los nueve años mi madre me llevó a vivir con ella. Tuve que cambiar de escuela y no me agradaba hacerlo. Sobre todo, lo que no quería era dejar de ver a Angelita. A ella también le afectó que me marchase y siempre recordé el abrazo y el beso que me dio, cuando le dije que me marcharía con mi madre y que iría a su escuela. Mi madre se decidió a llevarme con ella tras una discusión con la abuela, por mi causa. Creo que su reacción fue ‘me lo llevo porque es mío’ o al menos eso me pareció escuchar. Para ella, la abuela me malcriaba y me dejaba hacer todo lo que quería y así no se educaba a un niño. La verdad, ahora lo entiendo mejor, es que era así. La abuela nunca se enfadaba, e incluso cuando me regañaba, yo sabía como hacer para que al cabo de un momento se le hubiera olvidado. Con el abuelo tenía más tropiezos, pero curiosamente me sentía más unido a él.

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