viernes, 15 de junio de 2012

El árbol de la vida destila muerte

Autora: Elena Casanova Dengra

Volví siete años después a la aldea en la que un día desemboqué por pura casualidad y me gustó tanto que permanecí alrededor de un mes. Aprovechando los últimos días de un viaje por tierras aragonesas quise pasar a saludar a una treintena de vecinos que, tiempo atrás, me habían tratado de una forma exquisita.

Conforme iba llegando, percibía una atmósfera rara, no parecía el mismo lugar. Una quietud amenazadora rodeaba todo aquello que mi vista era capaz de alcanzar. Las casas de piedra, antaño bien cuidadas, apenas se mantenían en pie. Las puertas y ventanas permanecían selladas y la torre de la iglesia había desaparecido completamente; una capa de de vegetación invadía gran parte de los muros, tejados, aceras... Me encontraba en un pueblo fantasma. Al llegar a la plaza me sentí completamente desamparado, solo un árbol impresionante aparentaba darme la bienvenida.

Deambulé por sus escasas callejuelas tratando de localizar algún atisbo de vida. Nada. La sensación de soledad iba en aumento y cuando me disponía a dar la vuelta para marcharme, una voz desde lo alto de una colina se dirigió a mí.

– ¡Eh! ¿Quién anda por ahí?

A pesar de los años, reconocí de inmediato esa voz. Pertenecía a Eduardo, un hombre de complexión fuerte y modales muy correctos. Un solitario que se había refugiado en estos parajes huyendo de su pasado. Eduardo había aprendido a vivir de la tierra y en sus ratos libres escribía novelas de dudosa calidad, aún así leí un par de volúmenes que me regaló, por pura solidaridad. Le respondí por mi nombre y no tardó en reconocerme a mí también.

Me saludó efusivamente, alegrándose de verme.

-Pero ¿Qué le ha pasado a este pueblo?- le pregunté. -¿Dónde está la gente?

Con una expresión entre la resignación y el miedo, me dijo: -Todos están allí- y me señaló un lago que apenas distaba un centenar de metros desde donde nos hallábamos.

-¿Cómo?- dije incrédulo.

- Bueno… es una larga historia. Si te apetece comer conmigo te cuento lo que ha ocurrido, pero tienes que prometerme que te marcharás cuando yo te lo pida. No quiero que pases demasiado tiempo aquí.

Le seguí intrigado, pero no quise hacer más preguntas. Sentado en la cocina de su casa, preparó una ensalada, sirvió unas lentejas que parecían estar hechas del día anterior y abrió una botella de vino. Charlamos de temas banales, y en mi mal disimulada inquietud por conocer qué había ocurrido, a la tercera copa decidió sacarme de mi turbación. Me preguntó:

-¿Cuánto tiempo hace que pasaste por aquí? Fue al poco tiempo de tu partida, cuando trajeron ese árbol que has visto en la plaza.

Le contesté que alrededor de siete años.

-Pues bien. Hace siete años, Manuel, no sé si te acuerdas de él; aquel cascarrabias que nos preparaba el pan todos los días. Fue a un vivero a comprar plántulas de hortalizas para su huerto y, de paso, trajo un abeto para sustituirlo por aquel árbol centenario que siempre había estado en la plaza y que murió de viejo. Se le ocurrió también que serviría para adornarlo en Navidad; a los niños les haría mucha ilusión. Y acertó, porque no pararon de colocarle todo lo que encontraron por ahí las primeras navidades que tuvimos este árbol. Según pasaba el tiempo el abeto estaba más bonito, crecía a un ritmo acelerado y el color de sus hojas, con cada estación que pasaba, era más intenso.

Mientras el árbol ganaba en esplendor, algo extraño se originó entre los habitantes de esta aldea. Yo no llegaba a entender exactamente qué era. El abeto se convirtió en el centro de atención, su atracción era tal que no había día que algún vecino con cara de ensimismamiento se sentara durante horas, pegado a su tronco. Yo no comprendía muy bien esta actitud, pero preferí mantenerme al margen y no hacer demasiadas preguntas al respecto, ya lo sabes… me mudé aquí arriba para gozar de mayor intimidad, haciendo de la soledad mi única y verdadera compañera. Al cabo de medio año aproximadamente, empecé a notar más cambios. Cuando bajaba al pueblo la gente apenas se fijaba en mí, recibía algún que otro saludo corto, seco, casi mecánico. Algo insólito en un sitio tan pequeño como éste y en el que todos éramos algo más que conocidos. Incluso entre ellos, los que vivían abajo, se trataban como verdaderos desconocidos. Al principio fue la indiferencia lo que me llamó la atención, y más tarde, en sus rostros descubrí una clara señal de tristeza. Pude comprobar cómo un sentimiento de abatimiento, desesperanza y melancolía se dibujaba en sus caras. Y mientras tanto, el árbol brillaba con una luz más intensa cada día que pasaba.

Decidí hablar con ellos. Una tarde les confesé mis temores respecto a ese árbol, había algo en él que no me gustaba, pero negaban lo evidente afirmando que nada había cambiado. Les insinué incluso que, tal vez, ese abeto no debía estar ahí, y lo único que recibí fue una invitación a marcharme _¡Jamás abandonaré estas tierras! les llegué a gritar y me refugié en mi casa sin volver durante algún tiempo.

No paraba de darle vueltas al asunto y en mi fuero interno deseaba convencerlos del estado tan calamitoso en el que habían sucumbido, y lo más penoso, comprobar cómo los niños perdían el interés y la curiosidad por todo. Pero cuando vine a estas tierras, hice una promesa: jamás me involucraría en la vida de nadie. Ya destrocé una por inmiscuirme de una forma obsesiva, enfermiza… razón por lo que rompí con todo, escondiéndome en este lugar. Lo había intentado una vez, y no estaba seguro de querer hacerlo una segunda. Desistí y no me siento muy orgulloso de haber tomado esa decisión por el rumbo que tomaron los acontecimientos.

Esta situación, tan extraordinaria, tan absurda, duró un par de años más, y poco a poco pude comprobar su deterioro físico también. Una palidez generalizada afectaba a toda la piel, los ojos parecían más hundidos y su cuerpo se consumía. Yo no podía hacer nada. Me convertí en un mero espectador de un cuadro surrealista. Y terminaron desapareciendo. Un día uno, otro a la semana siguiente… así, de forma escalonada, hasta que no quedó nadie. El último, lo vi una mañana dirigiéndose al lago dejándose cubrir por el agua para no volver a la superficie.

Me quedé desolado. El árbol, el maldito abeto había ido absorbiendo la vitalidad de cada una de estas personas. Exprimió su voluntad, después su entusiasmo para terminar con lo único visible, su cuerpo. Solo dejó un mal dibujo de lo que quedaba de ellos, una pintura imposible de recuperar. Para crecer y mantenerse erguido, exhibiendo todo su poder, necesitaba de la fuerza de los demás, su energía, de su frescura, en definitiva, de todas sus ilusiones, sueños y ganas de vivir. Lo comprendí entonces e intenté destruirlo pero no tengo fuerzas para hacerlo yo solo.

Me quedé sin saber qué decir, por un momento pensé que la soledad había afectado seriamente a Eduardo.
 
- ¿Y tú? ¿Por qué a ti no te ha matado?

Sonrió con una de esas sonrisas a medias, llena de amargura.

_Porque no soy como ellos, porque he dejado de creer, porque dejé allí, en el lugar de donde vine, todo lo que la mayoría de la gente pretende conquistar cada mañana al levantarse. Yo no persigo la seguridad, ni tampoco quiero librarme de mis miedos, no busco la paz ni sentirme bien. Vine aquí para ocultarme pero no deseo redimir mis pecados. Ese árbol no quiere a personas como yo, se alimenta de la vitalidad y yo la perdí hace tiempo. Y ahora, por tu bien, es mejor que abandones este lugar.

Bajé hasta la plaza donde tenía el coche y miré hacia el abeto. Un escalofrío recorrió mi espalda al mismo tiempo que me sentí atraído. Abrí la puerta con cierta inquietud, me introduje en el coche, arranqué el motor y no miré hacia atrás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario