lunes, 14 de mayo de 2012

La tía Fidela

Autora: Elena Casanova

Era una tarde de julio y esperaba en la estación de autobuses la llegada de mi tía Fidela. La había invitado a pasar unos días en mi casa, porque  la última vez que estuve en el pueblo ella me dijo que estaría encantada de hacernos una visita a Bruno y a mí. Confidencialmente  me confesó que sentía cierto interés por comprobar cómo sería la vida en pareja de dos hombres.  En vez de molestarme, sonreí por este comentario tan fresco e inocente. Nunca he pensado que mi tía se sintiera atraída por una curiosidad morbosa, solo que ella es así de clara y siempre lo ha sido en todos los aspectos de su vida. Aún siento cierta emoción al recordar que fue casi la única persona de mi  familia, quien me felicitó de corazón cuando anuncié mi boda con Bruno.

La tía Fidela bajó del autobús con alguna dificultad. Parecía contrariada y,  con un  gesto malhumorado, sus ojos no se despegaban del hombre menudo y algo desaliñado que iba delante de ella. Al acercarme, masculló algunos improperios contra esta persona. Traté de calmarla y preguntarle el porqué de su enfado.

- Ese hombre que no ha parado de roncar en todo el viaje. Mi siesta es sagrada. He preparado mi almohadón y cuando estaba casi dormida, el soniquete martilleante de su dulce trinar no me ha dejado ni entornar los ojos y para colmo, va el muy zoquete y se desabrocha el cinturón, ¡será guarro el tío! y, no contento con esto,  se quita los zapatos, y no veas el tufo que he tenido que soportar. Menos mal que siempre llevo colonia en el bolso y se la he rociado por los pies. Después de recoger la maleta, y olvidadas las incidencias del viaje, me imprimió una retahíla de besos  y me urgió  a salir de la estación para poder saludar a Bruno,  al que tenía muchísimas ganas de ver.

- Pero bueno… ¡qué casa más limpia tenéis! Más que algunas de ésas que están todo el día dándole al pico y criticando a unos y a otros y… ¡qué bien huele!- fue lo primero que dijo al entrar en el piso que compartimos Bruno y yo. Después de darle dos buenos achuchones a mi pareja, observaba con curiosidad todos los detalles decorativos de la casa asombrándose de nuestro buen gusto. Se maravilló cuando vio un juego de café que dominaba la parte central de una vitrina del salón, que había pertenecido a su abuela, obsequio que nos hizo al enterarse de nuestra futura unión.

-  Pero ¿cómo habéis colocado este viejo juego de café en un mueble tan moderno? – y sin embargó una enorme sonrisa  dejó entrever  su cara de satisfacción.

Bruno preparó una cena frugal pensando, sobre todo, en mi tía. Cerca ya de los ochenta no debía de ingerir demasiada comida por la noche.  Cual fue nuestra sorpresa cuando sacó de su maleta una bolsa con  embutidos del pueblo y, colocándolos primorosamente en un plato, nos invitó a probarlos y ella también disfrutó del festín. Le insistimos varias veces que quizás no era conveniente una comida tan pesada por la noche, pero ella poco caso nos hizo diciendo:

-Vamos a ver, si desde que  yo me tomo esos protectores  que me receta el médico, mi estómago lo resiste  todo, además si me tienen atiborrada de pastillas, ¿qué daño me pueden hacer estas delicias?

No se equivocaba.  Acomodada en el sofá después de la cena, se quedó completamente dormida y cuando la mandamos a la cama a media noche, siguió durmiendo hasta la mañana siguiente, siendo  testigos fieles.  A causa de la pesadez de nuestra  digestión dormimos bien poco. 
  
Vino para una semana, pero encantada con  el ambiente de la playa,  orgullosa y útil  por todos los cuidados que nos prodigaba decidió quedarse con nosotros  un mes. Con ella nuestra vida cambió de forma significativa.

Nos acostumbramos a sus guisos caseros bien condimentados  que con tanto mimo nos tenía preparados a mediodía cuando llegábamos del trabajo. A nuestros calcetines y calzoncillos primorosamente planchados y lavados a mano porque pensaba que la lavadora los estropeaba,  a las novelas televisivas, a sus siestas en el sofá, a su rosario en la mesita de noche y a sus visitas los domingos a la iglesia. 

Casi todas las tardes la llevábamos a la playa. Quisimos comprarle un bañador nuevo porque el suyo estaba un poco desteñido y con la tela algo gastada, pero fue imposible convencerla alegando que éste había sido un regalo de su marido la primera vez que vio el mar, y no quería deshacerse de él bajo ningún concepto. El bañador antidiluviano de la tía hizo gentes en la playa junto con las tiras del sujetador que asomaban  debajo de esta prenda, porque ella no concebía ir sin  su ropa interior bajo el traje de baño.

Algunas tardes la llevábamos de compras. A la tía le gustaba sobre todo la ropa e hizo acopio de un arsenal de prendas de vestir, que nunca encontraría en el pueblo. Pensaba que con  tantos compromisos y salidas  necesitaba tener un buen armario. Nos divertía ese toque de coquetería. Para ella era inconcebible salir a la calle sin un toque de color en sus labios y mejillas. Un día nos dijo que sentía verdadera debilidad por la Pantoja. Le regalamos parte de su discografía  y nos hicimos verdaderos  expertos de la copla, género que apenas conocíamos. Cenábamos casi todas las noches fuera, porque cada vez que lo hacíamos en casa tenía la costumbre de sacar los embutidos del pueblo, y no nos atrevíamos a quitarle la ilusión con la que nos los ofrecía, pero nuestro estómago no estaba hecho de la misma madera que el suyo. Nuestras costumbres alimenticias rayaban lo monástico. Y con ella disfrutábamos también de sus   interminables, y a veces extravagantes, historias de otro tiempo.

Cuando llegó el día de su partida, al decirle adiós sentimos cierto vacío en nuestro espíritu, aunque eso sí, nuestra tripa había aumentado un par de tallas. Y nunca olvidaré sus palabras al despedirme de ella: -Javier has hecho una buena elección, Bruno es  un buen marido.

Le prometimos que volvería el próximo año. 

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