Era una tarde de julio y esperaba en la estación de autobuses
la llegada de mi tía Fidela. La había invitado a pasar unos días en mi casa,
porque la última vez que estuve en el
pueblo ella me dijo que estaría encantada de hacernos una visita a Bruno y a mí.
Confidencialmente me confesó que sentía
cierto interés por comprobar cómo sería la vida en pareja de dos hombres. En vez de molestarme, sonreí por este comentario
tan fresco e inocente. Nunca he pensado que mi tía se sintiera atraída por una
curiosidad morbosa, solo que ella es así de clara y siempre lo ha sido en todos los aspectos de su vida. Aún siento
cierta emoción al recordar que fue casi la única persona de mi familia, quien me felicitó de corazón cuando
anuncié mi boda con Bruno.
La tía Fidela bajó del autobús con alguna dificultad. Parecía
contrariada y, con un gesto malhumorado, sus ojos no se despegaban
del hombre menudo y algo desaliñado que iba delante de ella. Al acercarme,
masculló algunos improperios contra esta persona. Traté de calmarla y
preguntarle el porqué de su enfado.
- Ese hombre que no ha parado de roncar en todo el viaje. Mi
siesta es sagrada. He preparado mi almohadón y cuando estaba casi dormida,
el soniquete martilleante de su dulce trinar no me ha dejado ni entornar los
ojos y para colmo, va el muy zoquete y se desabrocha el cinturón, ¡será guarro
el tío! y, no contento con esto, se
quita los zapatos, y no veas el tufo que he tenido que soportar. Menos mal que
siempre llevo colonia en el bolso y se la he rociado por los pies. Después de recoger
la maleta, y olvidadas las incidencias del viaje, me imprimió una retahíla de besos y me urgió
a salir de la estación para poder saludar a Bruno, al que tenía muchísimas ganas de ver.
- Pero bueno… ¡qué casa más limpia tenéis! Más que algunas de
ésas que están todo el día dándole al pico y criticando a unos y a otros y…
¡qué bien huele!- fue lo primero que dijo al entrar en el piso que compartimos
Bruno y yo. Después de darle dos buenos achuchones a mi pareja, observaba con
curiosidad todos los detalles decorativos de la casa asombrándose de nuestro
buen gusto. Se maravilló cuando vio un juego de café que dominaba la parte
central de una vitrina del salón, que había pertenecido a su abuela, obsequio
que nos hizo al enterarse de nuestra futura unión.
- Pero ¿cómo habéis
colocado este viejo juego de café en un mueble tan moderno? – y sin embargó una
enorme sonrisa dejó entrever su cara de satisfacción.
Bruno preparó una cena frugal pensando, sobre todo, en mi
tía. Cerca ya de los ochenta no debía de ingerir demasiada comida por la noche.
Cual fue nuestra sorpresa cuando sacó de
su maleta una bolsa con embutidos del
pueblo y, colocándolos primorosamente en un plato, nos invitó a probarlos y
ella también disfrutó del festín. Le insistimos varias veces que quizás no era
conveniente una comida tan pesada por la noche, pero ella poco caso nos hizo
diciendo:
No se equivocaba. Acomodada en el sofá después de la cena, se
quedó completamente dormida y cuando la mandamos a la cama a media noche,
siguió durmiendo hasta la mañana siguiente, siendo testigos fieles. A causa de la pesadez de nuestra digestión dormimos bien poco.
Vino para una semana, pero encantada con el ambiente de la playa, orgullosa y útil por todos los cuidados que nos prodigaba decidió
quedarse con nosotros un mes. Con ella
nuestra vida cambió de forma significativa.
Nos acostumbramos a sus guisos caseros bien condimentados que con tanto mimo nos tenía preparados a
mediodía cuando llegábamos del trabajo. A nuestros calcetines y calzoncillos
primorosamente planchados y lavados a mano porque pensaba que la lavadora los
estropeaba, a las novelas televisivas, a
sus siestas en el sofá, a su rosario en la mesita de noche y a sus visitas los
domingos a la iglesia.
Casi todas las tardes la llevábamos a la playa. Quisimos
comprarle un bañador nuevo porque el suyo estaba un poco desteñido y con la
tela algo gastada, pero fue imposible convencerla alegando que éste había sido
un regalo de su marido la primera vez que vio el mar, y no quería deshacerse de
él bajo ningún concepto. El bañador antidiluviano de la tía hizo gentes en la
playa junto con las tiras del sujetador que asomaban debajo de esta prenda, porque ella no concebía
ir sin su ropa interior bajo el traje de
baño.
Algunas tardes la llevábamos de compras. A la tía le gustaba
sobre todo la ropa e hizo acopio de un arsenal de prendas de vestir, que nunca
encontraría en el pueblo. Pensaba que con
tantos compromisos y salidas
necesitaba tener un buen armario. Nos divertía ese toque de coquetería.
Para ella era inconcebible salir a la calle sin un toque de color en sus labios
y mejillas. Un día nos dijo que sentía verdadera debilidad por la Pantoja. Le
regalamos parte de su discografía y nos
hicimos verdaderos expertos de la copla,
género que apenas conocíamos. Cenábamos casi todas las noches fuera,
porque cada vez que lo hacíamos en casa tenía la costumbre de sacar los embutidos
del pueblo, y no nos atrevíamos a quitarle la ilusión con la que nos los
ofrecía, pero nuestro estómago no estaba hecho de la misma madera que el suyo.
Nuestras costumbres alimenticias rayaban lo monástico. Y con ella disfrutábamos también de sus interminables, y a veces extravagantes, historias de otro tiempo.
Cuando llegó el día de su partida, al
decirle adiós sentimos cierto vacío en nuestro espíritu, aunque eso sí, nuestra
tripa había aumentado un par de tallas. Y nunca olvidaré sus palabras al
despedirme de ella: -Javier has hecho una buena elección, Bruno es un buen marido.
Le prometimos que volvería el próximo
año.
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