viernes, 16 de marzo de 2012

El verano de 1965

 
Autora: Carmen Sánchez Pasadas

Agustín era un niño feliz. Tenía siete años y era el mayor de cuatro hermanos, la menor había nacido pocos días antes, por ello las visitas solían traer dulces y aunque era un poco enojoso atenderlas, los niños tenían luego una merienda exquisita, a la que no estaban acostumbrados.

Transcurría 1965 y Agustín estaba contento ya que en la escuela habían dado las vacaciones estivales. Era un buen estudiante pero, igual que cualquier otro chiquillo, prefería holgazanear con los amigos en la calle. Si bien ese verano se presentaba diferente porque el nacimiento de su hermana menor le obligaba a cuidar de los medianos. La nueva situación familiar le confirió una responsabilidad y madurez inapropiada para su edad, pero por otro lado, actuar como esperaban de él hizo que se sintiera importante, porque así recuperaba la atención y el cariño de sus padres, que el nacimiento de cada hermano le había ido restando.

Su familia era humilde, pero él no era consciente de la precariedad de sus vidas, porque no había conocido otra situación, ya que la mayoría de los chavales de su barrio habían crecido en el mismo entorno. Compartir cama con sus hermanos, usar ropa que los niños ricos ya no querían o comer legumbres sin tropezones con más frecuencia de la aconsejable era algo normal. Pese a todo, Agustín era un chico alegre y despierto al que le encantaba jugar a las “chapas” y cuyo mayor problema era vigilar a sus hermanos.

Cierto día el niño, sin proponérselo escuchó al padre que comentaba “… y ahora otra boca más que alimentar”. No oyó toda la conversación, pero el tono de voz apesadumbrado le hizo darse cuenta de que algo no iba como debía. Otra vez sorprendió a la madre llorando mientras le contaba a la abuela que habían despedido al padre del trabajo. No sabía exactamente lo que suponía esto, pero evidentemente era algo malo. El niño sintió un gran peso y lo mejor que se le ocurrió fue salir con sus hermanos a la calle para que no molestaran.

Pocos días después llegaron los tíos Concha y Miguel de Córdoba. Eran muy simpáticos y siempre traían regalos. Venían solos porque no tenían niños. Seguramente por esto, Agustín era el sobrino preferido de la tía Concha, la hermana de su padre, y cada vez que venía, lo llevaba de paseo y le compraba golosinas. Él pensaba que los tíos eran ricos porque tenían una tienda donde había todas las cosas que te podías imaginar, según contaba su madre.

Pero esta vez antes de marcharse le propusieron que se fuera con ellos durante unos días, aprovechando que estaba de vacaciones. Donde ellos vivían había muchos niños y enseguida haría amigos. Le gustaba la idea, aunque nunca se había separado de sus padres y le daba un poco de miedo irse sin ellos. Ante la insistencia y que sólo serían unos días, aceptó.

Durante el viaje de vuelta a Córdoba, la tía Concha no paró de contarle todas las cosas estupendas que iba a hacer y él estuvo distraído. Pero a la hora de ir a la cama fue inevitable recordar a su familia y llorar hasta quedar dormido. Así pasó durante muchos días.

Sin embargo, Agustín estaba deslumbrado, tenía una habitación sólo para él y el tío Miguel le compró un coche de policía que al darle cuerda andaba solo. Cada vez que lo llevaba a la calle hacía nuevos amigos. Además desayunaba leche con cola cao y por las tardes merendaba pan con chocolate. Los domingos iba con los tíos al parque y le compraban un helado. Se sentía querido y poco a poco dejó de llorar por las noches.

De este modo pasó el verano, llegó septiembre y empezó el nuevo curso en Córdoba. A aquel siguió otro y otro hasta llegar al instituto. Las visitas a su familia se fueron espaciando hasta reducirse a las vacaciones escolares. No perdía el contacto, pero ya ni siquiera se planteaba la posibilidad de quedarse. El reencuentro siempre era emotivo pero al mismo tiempo las despedidas eran algo aceptado previamente. Llegaba como una bocanada de aire fresco y se marchaba con un regusto agridulce que le duraba unos días. Nadie se lo dijo, sin embargo Agustín sentía que su lugar estaba en Córdoba y su futuro era estudiar, se lo debía a sus padres, a sus tíos y sobre todo a sí mismo.

Pasaron los años, la universidad, las oposiciones y él seguía viviendo entre esas dos familias que de forma tan singular marcaron su destino. Nunca se desligó de su familia real, pero sintió un cariño sincero por sus tíos. Muchas veces se preguntó cómo habría sido su vida si se hubiera quedado. Nunca lo sabrá. Con la perspectiva del tiempo comprendió las decisiones tomadas que determinaron su vida pero ante todo necesitó compartir su vida con sus padres y hermanos, quizás por recuperar el tiempo perdido…

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