domingo, 18 de marzo de 2012

Al otro lado

 
Autora: Elena Casanova


Ana se levantó temprano como cualquier otro día. Preparó un buen desayuno  y  se sentó delante del televisor sin prestar demasiada atención. A los pocos minutos se quedó mirando las caras de algunas personas que deambulan por la pantalla de su comedor con gestos desolados por la desesperación de verse sometidos a un futuro incierto.- La crisis, la puñetera crisis- pensó. 

Se vistió y se marchó a la calle. Esa mañana la dedicaría a hacer algunas compras aprovechando que aún faltaban unos días para el final de rebajas.  Pasó por algunas tiendas, adquirió un par de camisetas pero no encontró las botas que había estado ojeando unas semanas antes. Terminó la mañana en una librería y se compró un par de novelas que le había recomendado una amiga.

Al salir de la librería y como el día invitaba a ello,  decidió ir caminando hacia su casa.  Al rato cambió de idea, en realidad no tenía ninguna prisa ni ganas de abandonar la calle. Llamaría a su hermano que vivía muy cerca, al que hacía tiempo no  veía y le propondría tomar unas cervezas. Se sentó en la  terraza de un bar y llamó a Ramón que aceptó rápidamente su oferta. Mientras esperaba, se fijó en un grupo de personas arremolinadas alrededor de la puerta de un comedor social. Algunos de aspecto demacrado y sucio, con mirada somnolienta donde las drogas y la bebida habían hecho mella. Otros, con un aspecto más aseado y saludable, parecían estar allí por error.  De repente, se dio cuenta que una de esas caras le era familiar. Hizo un esfuerzo por verla porque su miraba, orientada hacia el suelo, parecía entrever que el mundo que la rodeaba no tenía nada que ver con ella. Ana  tuvo que fijarse de nuevo en el rostro de esa mujer que  tiempo atrás  había sido su vecina. Hacía meses que había abandonado su casa, su barrio, pero no sabía muy bien los motivos. Se rumoreaba que su situación económica era lamentable, pero  nunca hizo demasiado caso a lo que  solo creía eran chismorreos. Sintió el deseo de acercarse, saludarla… pero cayó en la  cuenta  que si lo hacía, tal vez, Claudia que así se llamaba,  no soportaría la humillación de saberse reconocida en una situación tan incómoda. Durante quince años habían compartido espacios comunes e incluso alguna que otra confidencia, pero  no quería ser la causa del mal trago que podía causarle. No sabía muy bien el porqué pero ya no le apetecía seguir sentada allí.

Se levantó de la mesa y pagó al camarero la cerveza que dejó a medias. Llamó a Ramón por teléfono ideando una súbita jaqueca como excusa. Su originalidad le produjo una media sonrisa.

De camino a casa, Ana no dejaba de darle vueltas a lo mismo. Claudia, una persona ni buena ni mala, ni lista ni tonta, más bien conservadora, algo  religiosa,  tan corriente como tantas otras,  solo un par de años antes había salido a la calle a manifestarse en contra de la apertura de un comedor social en su barrio alegando que dañaría la imagen del entorno donde vivía, cuya apacible y acomodada vida se vería mancillada por el espectro de la pobreza dejando al descubierto una parte de esa realidad a la que  nos da miedo mirar.  Ahora, sin embargo, era ella la que esperaba en la puerta de este mismo comedor social un plato de comida caliente. Ella era ahora la que se escondía detrás de aquella fila humana  para  no ofender la dignidad de cualquier persona que pasara por su lado. 

Una y otra vez la misma idea: la fragilidad de esa frontera virtual, donde creemos que al otro lado de la línea divisoria  siempre estarán los otros.

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