Sintió
cierta compasión hacia Florentino, personaje concebido por García Márquez en El
amor en tiempos de cólera. El autor, algo despiadado, le hace esperar nada más ni menos que la
friolera de 53 años, 7 meses y 11 días
con todas sus noches para recuperar a su amada. Mientras soltaba el libro en la
mesita de noche pensó: “Si existe el
amor, ese deber ser el sentimiento que Florentino Ariza le profesó a Fermina Daza, de la que estuvo
enamorado toda una vida”. Ha pasado casi una decena de años y se recuerda
a sí misma como la protagonista
de una novela declarándose con esta sencilla sentencia: “estoy enamorada de
ti”.
No importa
la identidad ni el nombre de esta mujer, podría tratarse de cualquiera, tampoco
el tiempo ni el lugar, la edad, procedencia o estado, porque este sentimiento
no está subordinado a ninguna condición, casi todos hemos sufrido los caprichos que la naturaleza nos arroja en
alguna ocasión, quizás no siempre la más adecuada.
Le viene a la memoria la imagen borrosa
de dos personas sentadas, una frente a la otra, una habitación demasiado grande y la música
sonando desde algún rincón, es posible que una voz quebrada entonara: “No hay nostalgia mayor que añorar lo que
nunca jamás sucedió”, pero no está demasiado segura, quizá solo forme parte
de la puesta en escena de lo que ambiciona recordar. Él la cogió de las manos, la miró a los ojos
y con una ternura infinita la dejó hablar. Ella… no importa su nombre, le
vomitó de un tirón todos sus afectos y de qué manera ese enredo emocional la
conmovía. Sentía todos los síntomas de esta extraordinaria enfermedad a la que
no recordaba haberse expuesto. Casi le reprochó su forma de ser, de cómo, sin
ser consciente, sus palabras, sus gestos, su perspectiva de la vida…. la habían
ido cautivando silenciosa y sutilmente. Pretendía hallar la causa de lo irremediable,
de lo que ya sabía de antemano no llevaría a ninguna parte. Sabina dejó de
lamentarse cuando ella acabó de hablar. Se
produjo tal silencio que el ruido de una simple hoja de papel al chocar contra el suelo les
pareció un grito. Él, simplemente, le
declaró que no podía ser. Al salir de aquella habitación y hubo cruzado la puerta, esta mujer….no importa
su nombre, supo que jamás lo olvidaría.
Después de
tanto tiempo su recuerdo sigue vivo y por alguna extraña razón se empeña en
mantener el espacio que ocupa en su memoria a salvo de cualquier profanación,
la simple sospecha de un olvido la sumen en cierto inconformismo. Se niega a
renunciar a su mirada imaginada, proyectada desde la añoranza durante todos
estos años. Quizás y por ello, cada año, el día de su cumpleaños, le envía un
libro con la misma dedicatoria, préstamo
de ese gran poeta que fue, Ángel
González, con el talento y la sensibilidad suficientes para expresarlo de ninguna otra
manera:
“Pero
si tú me olvidas,
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa.”
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