viernes, 30 de diciembre de 2011

Una aventura cotidiana


Autora:  Carmen Sánchez Pasadas

Cualquier otro día la expresión “a mi me da igual” o “me da lo mismo”, hubiera sido válida para elegir la línea de autobús que me convenía, pero precisamente ese día no.

Era habitual que fuera andando al trabajo, me gustaba andar y además así me mantenía en forma, aunque es cierto que algún que otro día optaba por tomar el autobús si se me hacía tarde. Y ese día era uno de estos.
Al salir de casa comprobé que empezaba a llover y no había cogido paraguas. Aceleré el paso hasta la parada y pensé que no merecía la pena volver por uno, porque la parada estaba cerca y el autobús me dejaría junto a mi trabajo. Cuando me aproximaba a la marquesina, llegó el autobús, si bien no era el que cogía normalmente, pero pensé me da igual, me da lo mismo, este también tiene parada junto a la oficina. Me había mojado más de lo previsto, pero no le di importancia, ahora me encontraba cómodamente sentada y la agradable temperatura dentro del vehículo era reconfortante.

Transcurrido un tiempo y al comprobar sorprendida la diferente ruta que seguía el autobús, recordé que los compañeros comentaron el día anterior que el recorrido de esa línea se desviaba por obras en la calzada, dando un rodeo enorme. Miré el reloj, ya no tenía opciones, si bajaba y proseguía andando llegaría tardísimo, tampoco podía hacer trasbordo con otra línea, así que la única solución era continuar.

Me tranquilicé y asumí que llegaría tarde. Nada más aceptar la situación, arreció la lluvia golpeando continuamente los cristales. Las aceras se llenaron de sombrillas y volví a recordar que no llevaba la mía. El autobús se había alejado zigzagueando entre las calles, pero poco a poco se fue acercando a su destino.

 El siguiente descubrimiento fue comprobar que mi parada quedaba bastante alejada de la oficina. Esto en otras circunstancias no me hubiera importado, pero ese día con la lluvia persistente y en una zona donde los edificios carecían de balconadas suponía llegar empapada. Nuevamente me animé diciendo:

-    No hay otra que echar a andar, claro que sobre una calle con una pendiente considerable y totalmente resbaladiza –objetó mi pensamiento.

Finalmente conseguí llegar a la oficina ilesa, fue toda una peripecia, porque tuve que sobreponerme en varias ocasiones a resbalones ineludibles y la lluvia me había calado totalmente. Aún recuerdo la cara de sorpresa del conserje cuando me vio. Afortunadamente y para mi asombro, no me acatarré.

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