viernes, 30 de diciembre de 2011

Ahora no, ya no me da lo mismo....

Autora: Elena Casanova

    Aureliano abrió el portón del cementerio a las ocho en punto. Llevaba en este oficio más de la mitad de su vida  y jamás había encontrado nada extraordinario allí, a pesar de todas las historias fantásticas entorno aquel lugar donde trajinaba al lado de los muertos. Esa mañana, sin embargo, algo le llamó la atención. Sobre dos tumbas había esparcidos trozos de tela blanca  desgajados, en cuya apariencia se intuía  rabia y  rencor.

    Allá por el año 1936 nació  Angustias Dolores en un pequeño pueblo al oeste de la provincia de Palencia. Estos dos nombres ya  pronosticaban  la crónica de su vida. Se podría definir como una mujer sumisa, obediente,  casi sin voluntad, eso sí con muchos sueños e ilusiones que se evaporaban aparentemente tan rápido como habían aparecido ante las proposiciones de los demás. Jamás se había aventurado contradecir a nadie, pero sus fantasías no desaparecían sino que permanecían  relegadas en el inconsciente donde iban madurando.

    De pequeña, con diez años, llegó casualmente un maestro al pueblo, enseñando a los niños las cuentas básicas y las primeras letras. Angustias Dolores disfrutaba con  la magia de los números y experimentaba un verdadero placer cuando escribía palabras nuevas. Era rápida aprendiendo y su curiosidad no tenía límites. Jamás olvidaría esos días, cuando Don Roberto llevaba a los niños a las afueras del pueblo y sentados debajo de un viejo sauce, se maravillaba con los paisajes y personajes que animaban las historias que el maestro les leía. Nuestra protagonista se sentía feliz. Sin embargo su felicidad iba a durar poco.  Un día su madre le comunicó  que ya no iría más a la escuela  porque la necesitaba en casa, ella sola no podía con todas las faenas, eran demasiados: su padre y cuatro hermanos mayores. Ella bajó la cabeza, sintió una punzada en el estómago y con una voz que apenas salía de su cuerpo murmuró – bueno… me da lo mismo-  disipándose en un instante todo su empeño e ilusiones que había puesto en las enseñanzas del viejo maestro. En realidad no morían, sólo una cortina de conformidad  las dejaba ocultas.

    Su infancia discurrió entre cacerolas, camisas sucias y peladuras de patatas, pero Angustias Dolores iba más allá y se internaba en un mundo ilusorio, paralelo a ese que solo les permitían vivir. Cuando alcanzó la edad de compartir confidencias con sus amigas, salir y divertirse un poco  tropezaba a menudo con alguna excusa, casi siempre por problemas de salud de su madre y de las pesadas cargas familiares que debía soportar. Sus amigas aseguraban lo mismo cuando aparecía con algún pretexto -no sabemos cómo puedes estar siempre en casa- y Angustias Dolores mentía diciendo - bueno…es que me da lo mismo.

    Años más tarde tuvo la oportunidad de salir del cada vez más pequeño y asfixiante círculo en el que se había convertido su vida, de las cuatro paredes de su casa y el ambiente rancio de su pueblo. Una tía, hermana de su madre,  le había encontrado trabajo de costurera en la capital de provincia y le propuso que fuera con ella por su buen hacer en esta tarea. Al comunicarlo en su casa, fueron los hermanos quienes le aconsejaron que no debía – siempre había funcionado la coacción del deber y la responsabilidad - dejar solos a sus padres porque la edad de éstos ya rozaba la frontera de la dependencia y haría mella el día menos pensado. Sus sueños otra vez volvieron al rincón del olvido. Y mientras tanto, su vida se fue acomodando en el sopor de los  días, en el paso lento de las estaciones,  llevada por la inercia y el convencimiento de que no tenía más opciones y un buen día se encontró completamente sola en aquel caserío de paredes desvencijadas, más por el tedio que por el paso del tiempo. Sus hermanos se marcharon de la casa escalonadamente,  sus pocas amigas abandonaron el pueblo, sus padres envejecieron y murieron.
    A sus cuarenta y pocos años no concebía más sobresaltos que los gritos de alguna vecina desde la calle o el vozarrón de don Benito, el cura, en el sermón de los domingos cuando quería reprender algún acto deshonesto de un vecino anónimo, al que todos reconocían de inmediato. Un día, al salir de la iglesia  tropezó casualmente con un forastero que le preguntó por un hostal en el pueblo. Ella amablemente lo llevó al único que existía en aquel rincón del mundo. Sin saber muy bien, quedaron para el día siguiente. El tenía curiosidad por conocer algunos rincones y ella  se ofreció para enseñárselos.

    Este hombre, conjurado desde muy joven con el nomadismo, se fue acomodando al lugar, encontró un trabajo en la mina y decidió quedarse por un tiempo. Los encuentros con  Dolores Angustias se hicieron  cada vez más frecuentes y pronto descubrieron que se sentían cómodos juntos, tanto que a principios de la primavera se casarían, ya rozaban cierta edad y no querían dejarlo para mucho más tarde.

    Jamás he observado a una mujer disfrutar tanto con los preparativos de su boda. Ella misma se confeccionó el vestido, pintó e hizo algunas reparaciones en su casa y comenzó a elaborar el ajuar. Como algunos  volcanes que escupen con fuerza la lava que presiona sus entrañas, a Angustias Dolores le estallaron todos los deseos y pretensiones negados en toda su mezquina existencia. Su cara, mustia por el hastío, recobró brillantez  y sus labios modelaron una sonrisa que era imposible desdibujarse. Rejuveneció y todo el pueblo fue testigo del cambio.

    Dos semanas antes de la boda,  Vicente, algo nervioso, le comentó que debía ausentarse algunos días del pueblo porque necesitaba ir a la capital  para arreglar cierto papeleo. Pasaron dos, tres, cuatro días… y la ausencia de Vicente empezó a preocuparla -¿dónde estaría?- Todas las tardes, sentada en un banco de la estación, esperaría  la llegada del tren donde bajaría lo único que le importaba. Sin embargo su impaciencia duró poco. La mañana antes de la boda, el cartero le entregó una carta. Después de leerla hizo añicos el papel, se dirigió al dormitorio y de un manotazo arrancó de la percha el vestido de novia que colgada detrás de la puerta. Sin una sola lágrima, porque su dolor y su angustia quedaron congelados para siempre, salió del pueblo.

    La última vez que la vieron andaba camino del cementerio, aunque nadie fue capaz de encontrarla. Cuentan que en las mañanas  de primavera se oye en la vieja casona,  casi en un susurro, algo parecido: Ahora no, ya no me da lo mismo.

4 comentarios:

  1. Impresionante éste relato, Retrata a la perfección el abuso que se ha hecho de las mujeres al amparo de los intereses familiares, con el beneplácito de toda la sociedad, que no ha tenido empacho en sacrificar tantas y tantas vidas, que al final se han esfumado sin haber tenido ni un solo instante de provecho propio.
    Enhorabuena.

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  2. Con el nombre de la protagonista ya se vaticinaba el ambiente oscuro en el que se iba a desarrollar el relato,historia de opresión y sacrificio,retrato de tantas y tantas historias anónimas.
    Me he llevado una muy buena impresión,pues no sabia de esta "vena" literaria tuya,enhorabuena,a partir de ahora ya tienes una seguidora.

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  3. Me ha recordado a libros que ya tenía olvidados y que me encantaron. Estupenda iniciativa. Sigue escribiendo...

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  4. Gracias diosa de la sabiduría. Si alguna vez deseas unirte, ya sabes que esta iniciativa está abierta a todos. A mí me parece sencillamente preciosa, sin más pretensiones.

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