viernes, 24 de febrero de 2017

No era mi hora

Autor: Antonio Cobos

Ya dije que iba al último, pero aquel ascensor no dejaba de subir. Cuando me quedé solo, me relajé un poco y puse caras raras ante el espejo. Seguí ascendiendo, sin hacer paradas, y sin que nadie se subiera o se bajara. Por fin, algo preocupado, llegué a la última planta. Al abrirse la puerta, una luz intensa me cegó. ¿Adónde había llegado? Me bajé, y deslumbrado por aquella inmensa luminosidad, tropecé, y caí sobre el suelo. ¡Maldito escalón! Por su culpa, me volvieron a bajar hasta el coche accidentado y me quedé sin conocer aquel atractivo lugar. Poco después, me recogió una ambulancia.


miércoles, 22 de febrero de 2017

Me alegro de verte

Autora: Paqui López Sanz


Sonríen mis manos inquietas al verte
Las miradas gastadas de los hombres te cubren
La piel se despierta con gritos ahogados
Las palabras de amor silenciosas te recorren
El desaliento desaparece

Yo, pertenezco al olvido,
El de madrugadas rotas de silencios
Tardes irredentas de tristezas
Noches de plomiza negrura
El  vacío se abre a mis pies

Y tú, acendrado y místico,
Altivo y carcelero
Inmarcesible y etéreo
En el instante mismo en que mis ojos te atrapan
Comienza el mundo

Las lágrimas borbotean en cascadas
Despierta el deseo llenando los espacios
Las palabras se atropellan
Mírame, ¿Me reconoces rama de ese entretejido verde que es tu cuerpo?
O solo cobijas ausencias de una lejana memoria?

Búscame entre las miradas y yo saldré  de mí para ir a tu encuentro
Siempre me alegro de verte.


lunes, 20 de febrero de 2017

Un saludo muy sincero

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Isabel, a sus once años, es ya una vieja. Sus muchas obligaciones y responsabilidades la han hecho madurar en plena infancia. Mientras las otras niñas juegan a la comba, al pillar o a las casitas, ella mece a su hermanito, saca la cabra a pastar o acarrea agua.
Antes de ir a la escuela -no falta nunca- ya ha hecho las camas, le ha dado el biberón a Juanito, ha vestido a Toño de cuatro años y hasta le ha puesto sobre la mesa un tazón humeante de leche con pan desmigado. Ella, con premura, ha desayunado eso mismo y tras coger la cartera y darle un beso a su madre, echa a correr hacia la escuela.
Matilde está delicada de salud y bastante hace con limpiar la casa, ir a los recados con Juanito en brazos y Toño agarrado a su delantal y cocinar para todos, casi siempre gachas manchegas con harina de almortas o patatas en caldo.
Matilde nunca tuvo una vida fácil. Hija sola, se quedó huérfana con nueve años, al cargo de una tía que no la acogió por generosidad sino ante la perspectiva de que le sirviera de chica para todo. Diez años soportó el genio endiablado de su tía y su condición miserable. Afortunadamente, el carácter firme y la sensibilidad de Matilde, no se quebraron.
A los diecinueve años, dejó con alivio la casa de su tía para casarse con Antonio de treinta, un hombre bueno y trabajador que sólo contaba con dos brazos incansables, un trabajo precario y una casa modestísima en el campo, cerca del pueblo; planta baja, el tejado a un agua; en el tejado, bajo el alero, un nido de golondrinas y al lado de la casa una gran acacia. La vivienda tenía una cocina, dos dormitorios pequeños, una cuadra y un corral; en la cuadra una cabra y en el corral media docena de gallinas. A Matilde aquello le hubiera parecido el palacio de un Marajá de haber sabido la existencia de los Marajás; tan grandes eran sus deseos de tener una casa. Al poco tiempo la llenó de geranios y enredaderas que la alegraron.
Al año de casarse nació Isabel y luego Toño y Juanito.
Antonio trabaja de mulero para Don Vicente, el cacique del pueblo, que para más “inri”, también es alcalde. En aquel pequeño pueblo manchego ni una hoja se movía sin el permiso de Don Vicente; es dueño de vidas y haciendas al estilo de los señores de la edad media. Solo le falta “el derecho de pernada”, que seguramente él no le hubiera hecho ascos, pero que su mujer, Doña Joaquina, ricachona como él y con dos ovarios, no se lo hubiera permitido. Sabía la fama de mujeriego de su consorte, que sin necesidad de espada ni lanza, había hecho bastantes conquistas (de soltero, claro) ahora ella estaba siempre ojo avizor y para evitar flaquezas y veleidades en él, contrataba a las criadas más feas y contrahechas que podía encontrar, cosa no difícil en aquella época de miseria y privaciones que quitaba el color de las mejillas e impedía el desarrollo natural de los cuerpos.
Volvamos a Antonio. Por un jornal irrisorio que apenas le permite dar de comer a la familia, trabaja de sol a sol, los siete días de la semana. El amo, tranquiliza su conciencia regalando a sus operarios por Navidad una garrafa de vino de su cosecha (tiene grandes extensiones de viñedos) y un saquito de harina de almortas. Aunque también cosecha cereales en abundancia, darles harina de trigo le parece un despilfarro. Hay que aclarar que si algún año la decisión del cielo es mandar un pedrisco que merma las cosechas, no hay regalo de Navidad, aunque las trojes reventaran de grano por los sobrantes de años anteriores o los toneles de la bodega estuvieran en plenitud. De todas maneras, aquel reparto navideño, cuando tenía lugar, no es del agrado de Doña Joaquina, que lo considera un derroche. “¿No ves que esas gentes son desagradecidas?” Dice para enfriar los pocos entusiasmos de su marido a la hora de ser generoso.
Al atardecer, llega Antonio del trabajo, se acerca al lebrillo del corral, se echa agua a manotadas por la cara y el cuello, se seca y entra en la cocina, agarra una silla y se sienta con aire de estar agotado. En todo el día sólo se ha sentado veinte minutos para comer, o bien en el suelo o cuando hay suerte, en una piedra. Una vez devorado lo que Matilde le ha puesto en la fiambrera, se muere de ganas de fumar un cigarro, pero no hay tiempo. Así que al llegar a su casa y acomodarse en la silla, saca la petaca, lía un cigarrillo de picadura, lame la franja engomada del papel, enciende la yesca con el pedernal y le da al cigarro una gran calada para que el humo invada hasta los lugares más recónditos de sus pulmones. Todo esto lo hace con parsimonia, como un ritual. Ha estado soñando todo el día con ese momento; echa la silla hacia atrás, entrecierra los ojos y se entrega a una especie de éxtasis. Él no sabe del peligro del humo en los pulmones y si ha oído algo, lo relega al terreno del olvido. ¿Quién le va a prohibir el goce de un cigarro fumado en plenitud? Matilde no lo incomoda contándole los pequeños acontecimientos del día: Toño se ha hecho un chichón al caerse de la silla; Juanito tiene diarrea por tomar los biberones con demasiada ansia. Isabel ha vuelto a llorar por las humillaciones a que la somete en la escuela Vicentita, la hija del cacique y a ella, a Matilde, le duele la espalda por el peso de Juanito cuando sale a los recados. Antonio trae cada sábado las míseras pesetas de su jornal y las pone sobre la mesa para que su mujer las administre. Matilde no puede reprimir un gesto enfurruñado, pero pronto se pone a hacer apartaditos: esto para la tienda (donde la cuenta siempre excede del dinero que entrega); esto para tabaco, esto para el pan, un poquito para el cuaderno de Isabel y lo que queda, para el pienso de la cabra y las gallinas. Matilde se ha graduado en remendar calcetines, culeras y rodilleras en los pantalones de su marido, en echar piezas en las sábanas o volver los cuellos de las camisas. Cuida con esmero la ropa que llevaron al casamiento porque no ha vuelto a comprar otra igual. Procura que la cabra y las gallinas coman sueltas fuera de la casa para ahorrar pienso. La leche y los huevos le solucionan desayunos y cenas. Cuando está de ánimos y hay sobrante de leche de huevos, hace algún postre para sorprender a la familia. Antonio se da cuenta de todo esto y agradece tener una mujer tan ahorrativa. Es muy parco en sus demostraciones de afecto. Nadie le ha enseñado que un hombre puede llorar o mostrarse cariñoso sin perder un ápice de su hombría. Cuando nacieron sus hijos, tenía allí, en los adentros, un gozo que casi le hacía daño, por no saber echarlo fuera. Lo único que hizo en las tres ocasiones fue pasar un dedo rudo y áspero por la mejilla del recién nacido y mirar a su mujer con una ternura que le avergonzaba. Ella, cada vez que lo mira, piensa que lo mejor que le ha ocurrido en la vida es haberse casado con un hombre tan cabal.
En la escuela del pueblo Doña Encarna es buena y comprensiva. Mantiene a raya a Vicentita y le afea la risa cuando a veces, pocas veces, a Isabel le vence la fatiga y el insomnio y se duerme un momento sobre el pupitre. Vicentita es particularmente antipática y holgazana. Está muy pagada de sí misma por ser la más rica del pueblo, la que lleva más lazos en su persona: en las trenzas, en los vestidos y hasta en los zapatos de charol. Su madre, cursi donde las haya, la viste de repollo en contraste con las demás niñas que llevan algún que otro remiendo y alpargatas de cáñamo.
Cuando Vicentita lleva a casa las notas su padre se pone furibundo contra la maestra pues no tiene dudas de que la incompetente es ella, no su hija.
Todo esto sucedía hacia el año 1922. Catorce años después, algo convulsionó a España entera: sobrevino la terrible guerra civil. Caciques, militares rebeldes y parte del Clero, se sublevaron contra la República y todo lo pusieron patas arriba. Aquel pueblo no se libró del horror. Para Don Vicente llegaron tiempos gloriosos: se alió con los sublevados y puso en práctica una serie de venganzas por agravios que le corroían por dentro, pero que solo existían en su imaginación. Destituyó a la Maestra, encarceló a un grupo de jóvenes porque militaban en un sindicato afín a la República. Entre esos jóvenes estaba Toño que ahora tenía dieciocho años. Antonio, con mucho respeto, intercedió por su hijo y Don Vicente no solo no lo escuchó, sino que lo dejó sin trabajo. Los falangistas, a las órdenes del cacique, cometieron grandes tropelías entre la gente de bien, solo por ser simpatizantes de la República. Toño fue enviado a un penal situado cerca de la capital de la provincia y a ella se fue toda su familia. El padre encontró trabajo de peón de albañil, Isabel se puso a servir y Juanito que tenía casi quince años, buscó trabajo como chico de los recados en una tienda. Alquilaron una casa en las afueras en muy malas condiciones: húmeda, desbaratada y llena de desconchones y goteras; Antonio, con gran paciencia, fue echándole remiendos hasta que consiguió que fuera habitable. Matilde, siempre resignada y disimulando sus dolencias, siguió atendiéndolos a todos. Isabel que entonces tenía veinticinco años, renunció a las ilusiones propias de su edad y entregaba su escaso sueldo a la madre.

Como el destino es imprevisible, le jugó a Isabel una mala pasada: un día, yendo a su trabajo, vio a Vicentita del brazo de un joven en lo alto de la calle. El corazón le empezó a latir a Isabel descompasado y su primera intención fue escabullirse por una calle transversal, pero Vicentita ya la había visto y con una sonrisa triunfal, se acercaba a ella. Por la mente de Isabel pasó como un rayo el recuerdo de su hermano encarcelado, de su padre humillado, de las lágrimas derramadas en la escuela por culpa de aquella niñata orgullosa y malcriada… Cuando Vicentita llegó a la altura de Isabel, haciendo acopio de una hipocresía descomunal, le dijo: “¡Me alegro mucho de verte!” Isabel la miró de un modo mitad despreciativo y mitad helador, dio un quiebro y se cambió de acera, dejando a Vicentita desconcertada y con la sonrisa convertida en una mueca.

martes, 31 de enero de 2017

Buscando la calma

Autora: Paqui López Sanz


Miro al vacio buscando historias, el papel en blanco me desasosiega. Tengo especial interés en que el lápiz cobre vida, los sentimientos fluyan y las emociones se mezclen con acierto.

Que las palabras se desparramen sobre el papel y que hagan de buenas anfitrionas en esta tarde de relatos.

Que las ideas caminen solas, que paseen la alegría y la calma, el egoísmo y el deseo por los rincones.

Que las letras dancen al son de la mejor melodía.

Que los pensamientos crezcan en la misma dirección y conformen un carnaval de aventuras.

Que vuelen los sonidos y salten las grafías, que bailen juntas y se enamoren, que amanezca nevado de historias.

Que galopen sobre la cama las frases, que se amen y mezclen entonando melodías poéticas, que los ojos le den los buenos días al mundo.

Que los textos siembren el suelo de la habitación, que los personajes florezcan y se regocijen en la luz.

Que las historias avancen llenas de vidas nuevas y sensaciones infinitas.

Que por fin se abra el telón, que la indiferencia muera y que las sonrisas aparezcan; ese es el instante en el que una profunda calma inundaría mi alma.

domingo, 29 de enero de 2017

No lo volveré a hacer más

Autor: Antonio Cobos Ruz

Una intensa calma invadió mi alma cuando comprendí que todo esfuerzo sería inútil, que no podría evitar lo que se me vendría encima, que no había estado en mis manos haber previsto ese problema, y que no existía ninguna salida que yo  pudiera vislumbrar. No podía hacer que el tiempo marchase para atrás y me quedó claro, que tendría que recurrir a alguien ajeno a mi para intentar hallar una posible solución a aquel conflicto.

Continué sentado donde estaba y me sorprendió a mi mismo aquella sensación de paz que me embargó de los pies a la cabeza al concentrarme en mis respiraciones amplias y profundas, y al tener solamente puesta la conciencia en cómo mis pulmones se hinchaban y se encogían, inhalando y expulsando todo el aire que era capaz de controlar. Cerré los ojos, mantuve la espalda recta, y no sé cuanto tiempo permanecí así. Pasaron ante mi todos los momentos más importantes de mi vida: el día de mi graduación profesional con la obtención del premio fin de carrera de mi promoción, la excursión universitaria en la que conocí a mi bella y sensual esposa, sin saber que era la única hija de un alto magnate chino, nuestra larga y romántica luna de miel dándole la vuelta al mundo, la elegancia de nuestros hijos de ojos rasgados tan cariñosos y responsables; después vinieron la embajada y los negocios familiares, y tanta y tantas cosas…

En fin, una multitud de experiencias, tan diversas y tan hermosas, que me pareció una presunción presentarlas todas juntas en tan poco tiempo. ¡Qué lástima que todo aquel compendio de historias de buena suerte se disipara de golpe, tras ese error, tras ese momento oscuro, tras ese paso negativo, tras esa circunstancia de índole fatal! ¿Estaría en las puertas de la muerte? – me preguntaba a mi mismo.

Y concentrado en la respiración y los recuerdos, me quedé profundamente dormido para encontrarme que, al despertar, no sé cuanto tiempo después, continuaba sentado en la misma posición y en el mismo sitio que antes. Nadie había acudido a ayudarme y tendría, yo solo, que solucionarlo todo . Pero, antes de ponerme en marcha, me prometí una y mil veces, en un esfuerzo de constricción y arrepentimiento, que habiendo alcanzado ya los noventa años de edad, no volvería a coger a escondidas las llaves del coche nuevo de mi hijo, y sobre todo, me juré y perjuré no cometer una nueva tropelía, después de habérselo abollado de aquella mala manera, sin posible disimulo, metiéndome de lleno en un árbol que habían plantado en un lugar equivocado de la carretera.


No sabéis, lo que se enfadó mi hijo.